Resumen

La pintura ayacuchana de género figura humana tiene un desarrollo significativo en aspectos compositivos y estilísticos, la Escuela de Bellas Artes Felipe Guamán Poma de Ayala ha jugado un papel muy importante en este proceso de adaptación, aprendizaje y autenticidad, teniendo como modelos académicos a Escuelas de Arte nacionales e internacionales, de esa manera se visualiza una pintura de corte tradicional y figurativa, a pesar de los cambios sociales, científicos y tecnológicos. La representación pictórica del varón y mujer andina es amplia y dinámica, están insertadas dentro de las composiciones que expresan tradición y costumbres de un contexto cambiante; en ese sentido, surge la siguiente pregunta: ¿Qué simbologías emplea la pintura ayacuchana de genero figura humana en la actualidad? Para responder se procederá a describir y análisis diversas obras desde una condición iconográfica e iconológica, de esa manera determinar la siguiente hipótesis: La pintura ayacuchana figura humana representa sus tradiciones y costumbres de manera simbólica y se denomina “Estética contemporánea andina”.

Introducción

La representación pictórica de la figura humana es un medio de expresión que refleja belleza. Sin embargo, más allá de lo estilístico, también implica la destreza del pintor. Es por ello que plasmar la figura humana no solo es determinar sus formas, es mostrar y dar sentido de comunicación a una expresión visual. La pintura ayacuchana, a partir de la creación de la Escuela de Bellas Artes Felipe Guamán Poma de Ayala en 1952, ha formalizado la enseñanza y orientación con parámetros académicos y figurativos para la representación pictórica de la figura humana.

Las formalidades plásticas son referencias que han estado presentes en el desarrollo de la pintura universal. Por ello, se menciona, en una línea de tiempo, la influencia europea en Felipe Guamán Poma de Ayala, considerado el primer dibujante de formas humanas en la época virreinal. Posteriormente, se encuentran figuras como Luis Montero, Francisco Laso y José Sabogal, pintores que se insertan en un proceso de búsqueda de identidades visuales netamente peruanas, quienes representan la figura humana en diversas condiciones, acciones y espacios geográficos.

Se empleará una metodología de análisis visual, iconográfica e iconológica, enfocada en la forma, el contenido y el mensaje, para determinar las características propias de la pintura ayacuchana en el género de la figura humana. En este sentido, considerando todo el bagaje pictórico y el contexto ayacuchano, se resaltarán los ideales y objetivos de Don Ricardo Respaldiza, primer director, quien mostró una condición valorativa de las tradiciones y costumbres, y de los elementos esenciales que sirven como expresión pictórica. Todo ello se evidencia en las obras de Alberto Taco Lagos, Víctor Pomacanchari Michue y Alfredo Felices Morales, forjadores del desarrollo pictórico de la región de Ayacucho, que, en la actualidad, desde el año 2000 hasta el 2020, se propone determinar como una "Estética contemporánea andina".

Antecedentes y referentes:

La representación de la figura humana está relacionada con la estética. Tatarkiewicz (2017) define a la estética (belleza) en tres condiciones: a) Como un sentido moral y ético, b) experiencia sensorial, una categoría mental entre sonidos y color, c) sentido estético algo muy discutido en la actualidad. Se ha visualizado desde sus inicios una condición más emblemática, para representar la belleza y perfección de acuerdo con el contexto y el espacio. No solo se trata de la preocupación por el cuerpo humano, sino también por el rostro y otros miembros que generan atracción. Gracias al movimiento y la expresión corporal, se visualizan las intenciones del artista. Blasco (2008) comenta que la representación del desnudo es distinta entre el Medioevo y el Renacimiento, donde se le otorga un nuevo valor al cuerpo humano, rescatando ideales clásicos que proponen nuevos modelos proporcionales (p. 1146). En la pintura, es constante la búsqueda de la representación de la belleza del cuerpo humano, y su desarrollo a lo largo de la historia muestra su importancia como eje principal en la obra pictórica, como es el caso del arquitecto griego Marco Vitruvio Polión (quien murió en el año 15 a.C.). Este género pictórico alcanza su máxima expresión en el siglo XIX con el Neoclasicismo, el Romanticismo y el Realismo. Sin embargo, las vanguardias del siglo XX dejaron de preocuparse por la figuración natural y propusieron una nueva forma de estilización, exageración y abstracción de la figura humana dentro de las composiciones modernas.

Castrillón (2014) sostiene que, al crearse la Escuela de Bellas Artes, se designó como primer director a Daniel Hernández, quien había propuesto una École des Beaux-Arts con fines iconográficos de gustos aristocráticos. Sin embargo, el impulso del Indigenismo restringió dicha propuesta. Se dio inicio a una instrucción pictórica más abierta, a pesar de los cuestionamientos internos, destacándose así una variedad estética y técnica entre los académicos, los indigenistas y los independientes, lo que contribuyó de manera significativa al desarrollo de la pintura peruana, adoptada por las escuelas de Bellas Artes creadas décadas después en diversas regiones del país. Cabe recalcar que en el caso de la pintura ayacuchana, el primer referente principal sobre el empleo de la figura humana es Felipe Guamán Poma de Ayala, cronista huamanguino, quien muestra en sus dibujos toda la barbarie y transculturización del virreinato peruano.

Stastny (2001) destaca el sorprendente caso de Felipe Guamán Poma de Ayala, quien realizó ilustraciones inspiradas y referenciadas en grabados occidentales, adecuándolas con una libertad artística independiente, sin pertenecer a una escuela académica o corriente, dejando su obra como un testimonio acusador de la sociedad peruana del siglo XVII. Con una línea muy característica, en su obra Guamán Poma muestra actividades indígenas en tiempos de la colonia, expresando el abuso e imposición del nuevo poder y gobierno español. Estos dibujos son referencias directas del empleo de la figura humana dentro de la pintura ayacuchana. Debido a este legado artístico, la Escuela de Bellas Artes lleva su nombre. Esta institución educativa superior, desde sus inicios, ha enfocado su enseñanza con modelos extranjeros y nacionales. En ese sentido, dentro de los talleres pictóricos, la preparación y el dominio de la figura humana son de índole académica; por tal razón, este género artístico es muy apreciado y, a la vez, complejo para los futuros pintores ayacuchanos.

Teniendo en cuenta que la pintura peruana ha estado alineada a los parámetros y cánones europeos, una condición generalizada en toda Latinoamérica debido a la colonización forzada. Szyszlo (2012) señala que, internamente, las artes sobrevivieron y acogieron la imposición de la colonia con parámetros que mostraron originalidad y mucha expresividad. Sin embargo, no supieron resistir a la fuerza avasalladora de la independencia. Por otro lado, de manera externa, la Revolución mexicana aportó un valor agregado a la población indígena, representando su propia circunstancia. En ese sentido, las nuevas formas simbólicas en la pintura de toda Latinoamérica fueron forjando su propia identidad en una nueva sociedad. En torno a ese sustento, se mencionan a tres pintores peruanos muy importantes en la plástica peruana. En primer lugar, se encuentra Luis Montero (1826–1869), quien, en su obra Venus Dormida (óleo de 1850), muestra el primer desnudo de la pintura peruana. Es una composición simple de corte académico, realizada con modelo vivo. En su obra se aprecia la sutileza y dedicación del maestro al mostrar la belleza femenina con parámetros pictóricos y estilísticos europeos. La postura sensual de la fémina, con una piel de tonalidades muy claras, casi pálida, representa la idealización de la belleza.

En segundo lugar, está Francisco Laso (1823–1869) con su obra La Pascana. En ella se ve a un grupo de personas reunidas en las alturas de los Andes peruanos, buscando reivindicar al hombre andino como símbolo de nuestra verdadera patria, en medio de una pintura peruana europeizada. Finalmente, en la obra Señor de la Fortaleza de José Sabogal (1888–1956), considerado el primer pintor peruano por José Carlos Mariátegui, se observa a muchas personas, entre varones y mujeres, que acompañan una imagen sacra. La representación de la figura humana es sencilla, con pinceladas sueltas que detallan las luces y sombras. Estos referentes se alinean a tres espacios: la tradición europeizada, la búsqueda de un propio lenguaje visual y la importancia del hombre andino en el desarrollo de la sociedad (Lauer, 2007). Por lo tanto, todo ese bagaje pictórico, cultural y social forma parte de los pilares de enseñanza en la representación de la figura humana en las Escuelas de Bellas Artes de nuestro país. En consecuencia, la Escuela de Bellas Artes de Ayacucho, desde su creación en 1952, enfatiza la orientación pictórica como pilar fundamental del desarrollo de habilidades básicas en el dominio de la forma y la figura humana. Los primeros maestros compartieron sus experiencias mediante la enseñanza, para así poder llegar a comprender la función de la figura humana dentro de una obra pictórica.

Para argumentar sobre la figura humana en el proceso de la historia del arte, Wade (2017) menciona al escritor y filósofo renacentista Heinrich Cornelius Agripa (1486–1535), quien, en su obra Filosofía Oculta, se refiere al arquitecto griego Marco Vitruvio (siglo I a.C.). Vitruvio sostiene que el hombre es la medida del universo, una idea que se expande de manera divina o mágica, considerando al ser humano como la creación más hermosa y armónica. Partiendo de esta concepción clásica de la figura humana, el uso de los elementos y principios compositivos académicos en el contexto andino de la región de Ayacucho refleja las actividades cotidianas propias de sus tradiciones y costumbres, incorporando la figura humana en sus obras. Esta característica no resulta ajena a la plástica universal, pero en el caso de Ayacucho, se observa que las representaciones están cargadas de simbologías vinculadas a sus creencias y a su cosmovisión. Por otro lado, las características pictóricas que comenzaron a adaptarse entre las décadas de 1950 y 1960 en la representación de la figura humana por parte de los pintores ayacuchanos se alinearon con los movimientos indigenistas y costumbristas, como parte de su contexto andino. De esta forma, la temática se fue consolidando a lo largo de las siguientes décadas.

En la década de 1970, en la pintura ayacuchana la figura humana fue ampliamente representada, y muchas obras reflejan la presencia del hombre andino. Se observa un enfoque técnico limitado en cuanto a forma y color, sin un gran atrevimiento en los detalles ni en una figuración más expresiva. Sin embargo, se percibe un contenido propio y distintivo. La obra de Alberto Taco Lagos (1941), El pescador, presenta una composición dinámica, donde el color evoca una sensación de tranquilidad, predominando los tonos amarillos y dorados. Las figuras y el fondo se contrastan de manera armónica, lo que subraya el contenido visual de la obra. Esta pieza ilustra una de las actividades más representativas del hombre andino: la pesca, una acción que simboliza la relación del hombre con la naturaleza y el ciclo de la vida. Lagos, discípulo de Ricardo Respaldiza, a quien admiró profundamente y siguió sus pasos, logró salir del país gracias a una beca para fortalecer sus habilidades artísticas en la Escuela de Bellas Artes de Río de Janeiro, Brasil.

Taco expresa que "Las autoridades de turno deberían dar más importancia a los pobladores ayacuchanos que son artistas por naturaleza, existe mucho talento; pero se pierde en actividades no significativas. Soy ayacuchano tal vez yo sí tuve ese apoyo, esa oportunidad; ojalá alguien cubra esa sed artística en nuestra región”. En otra obra sin título ni autor, datada en 1972, se observa la figura de un niño que sostiene una soga. Lleva ojotas en los pies, un pequeño sombrero en la cabeza y sus pantalones, parchados y cortos, reflejan su condición humilde. Su mirada, dirigida hacia la izquierda, transmite una sensación de fantasía o añoranza, inmersa en la inocencia de su edad. El niño se encuentra en un espacio paisajístico urbano rústico, muy característico de las callejuelas huamanguinas, hoy casi perdidas por las construcciones moderna. Estas dos obras representan un proceso de aprendizaje y adaptación pictórica entre 1970 y 1975, un período caracterizado por limitaciones en forma y técnica, pero con un contenido profundamente simbólico y representativo del hombre andino.

En 1975, se llevó a cabo un encuentro de Escuelas de Bellas Artes del Perú, liderada por la Escuela de Ayacucho. En este evento, se intercambiaron diversos aspectos de índole artística, como la importancia de la investigación en el arte, así como los soportes y medios pictóricos. Además, con el retorno de algunos egresados becados y jóvenes huamanguinos que estudiaron en la Escuela Nacional de Bellas Artes de Lima, comienza la representación de la figura humana en dos condiciones: la académica y la moderna, ligadas a algunas tendencias y movimientos artísticos desarrollados en la plástica peruana en décadas anteriores (Ugarte, 1970).

En la década de 1980, emergieron dos figuras muy influyentes en la pintura ayacuchana, especialmente en lo relacionado con la representación de la figura humana a través de retratos, desnudos y alegorías. Alfredo Felices Morales (1947) reconoció la influencia del realismo y el expresionismo en su obra, gracias a la enseñanza de su maestro Carlos Taípe Cossío. Por otro lado, Víctor Pomacanchari Michue (1946) adoptó los colores y las temáticas del maestro Alfredo Suárez Ñañez.

Durante este periodo, marcado por el conflicto armado, se vivieron tiempos muy difíciles en el sur del Perú, lo que provocó una gran restricción en el desarrollo de eventos culturales en la región. Muchos personajes ilustres, entre docentes y estudiantes, fueron víctimas de esta violencia, lo que, en cierta medida, redujo la producción plástica ayacuchana. Como resultado, la representación de la figura humana en la pintura se centró principalmente en escenas costumbristas y paisajísticas.

Fueron tiempos muy complejos en el ámbito educativo durante los años 90, primero debido a los rezagos del terrorismo y, segundo, al conformismo, lo que resaltaba las limitaciones en el ámbito académico y administrativo de la Escuela de Bellas Artes de Ayacucho. Como afirma J. Canchari (comunicación personal, 25 de octubre de 2022), no hubo muchos cambios en las temáticas pictóricas entre los años 80 y 90. En ese período, la calidad pictórica de los egresados fue limitada, lo cual pudo deberse al currículo académico o a la metodología de enseñanza.

En su obra Músicos del Ande, Víctor Pomacanchari presenta a tres hombres interpretando una canción sureña ayacuchana. Cada uno de ellos está vestido con atuendos tradicionales de su localidad, como sombreros, ponchos e instrumentos musicales, lo que resalta la identidad cultural de la región. La armonía cromática de la obra está equilibrada entre colores cálidos y fríos, que contrastan de manera intencional para enfatizar los reflejos y efectos de luz a lo largo de la composición.

La música en los Andes, conocida como 'Chimaicha', específicamente en Sarhua, distrito de la provincia de Cangallo, región Ayacucho, expresa las emociones y sentimientos del hombre andino, entre alegrías y tristezas. Esta música, cantada netamente en quechua, con letras jocosas y picarescas, evidencia la transculturización de costumbres ancestrales, coloniales y republicanas. Estas expresiones se manifiestan en fiestas patronales, siendo la Virgen de la Asunción su patrona religiosa, además de celebrarse en carnavales y en la bajada de Reyes. La representación de la figura humana es realista, basada en proporciones académicas, mientras que el movimiento de los personajes, los pliegues de sus vestimentas y los reflejos de luz crean una atmósfera alegre y pasiva.

Por otro lado, Alfredo Felices, en su obra Mujer, presenta a un personaje femenino recostado. Los colores predominantes son cálidos, y la presencia de tonos oscuros enfatiza algunas cualidades del personaje, como el cabello. La mujer, semidesnuda, tiene los ojos cerrados, una mano debajo de su cabeza y la otra apoyada entre el seno y el vientre. Su blusa blanca está desabotonada, y su enagua rosa cubre sus partes íntimas. Sobre su cadera, una manta de colores tradicionales y símbolos ayacuchanos, entre hojas y flores, adorna la escena. Además, en la parte inferior de sus pies, se encuentra una falda blanca con detalles en naranja, un atuendo típico de las mujeres huamanguinas. Felices tiene como propósito mostrar la belleza de las mujeres ayacuchanas, resaltando sus atributos con claridad gracias al color y la variedad de texturas que diferencian cada uno de los elementos de la composición. Un detalle importante es la presencia simbólica del varón: su vestimenta se ubica en la parte inferior de la cama, en la que la mujer apoya su cabeza y parte de su cuerpo. Se trata de un poncho de color amarillo ocre oscuro con líneas marrones.

Como señala V. Pomacanchari (comunicación personal, 07 de octubre de 2022), "la pintura es un medio que expresa una variedad de hechos entre costumbres y tradiciones, aspectos humanos que forman parte de la vida". En este sentido, las obras que representan al ser humano en la década de 1970 están más enfocadas en la relación entre el hombre y la naturaleza, una conexión cosmogónica que refleja el entorno andino atrapado en el tiempo. Este período se caracteriza por ser una etapa de aprendizaje y desarrollo técnico.

Por otro lado, en las décadas de 1980 y 1990, tanto Víctor Pomacanchari como Alfredo Felices han logrado desarrollar de manera adecuada la representación de la figura humana, prestando especial atención al detalle expresivo y al entorno visual. De este modo, sus composiciones logran un enfoque estilístico y simbólico de un contexto andino en transformación, sin perder su esencia natural. Además, ambos artistas han incorporado influencias externas en todo el proceso histórico-artístico, tanto a nivel nacional como internacional, sin limitarse a estilos o tendencias.

Gámez (2017) afirma que el pintor busca imitar las formas para poder reproducirlas. Ahora bien, ¿qué está más cerca del hombre, su nombre o su figura humana? El nombre cambia según el contexto, mientras que la forma se altera con la muerte. La representación de la figura humana en la pintura ayacuchana destaca sus propias cualidades, valorando los accesorios y las actividades realizadas en la vida cotidiana. Pomacanchari emplea personajes dentro de una composición abierta, con énfasis en el espacio andino, creando una atmósfera dualista entre el hombre y la naturaleza. Su obra muestra el uso de la figura humana en escenas y vestimentas típicas, mientras que Alfredo Felices presenta a una mujer semidesnuda, rodeada por sus atuendos, en una escena íntima y muy sensual. De esta manera, se les considera referentes para los pintores ayacuchanos actuales, quienes continúan empleando esas características en sus composiciones, valorando sus costumbres y tradiciones en un contexto andino moderno, e insertando algunos elementos simbólicos que refuercen sus intenciones y propósitos en el contenido y el mensaje de sus obras.

Figura humana: “estética contemporánea andina”

Gámez (2017) define las cuevas de Altamira, Lascaux y Chauvet como ejemplos implícitos del uso de la figura humana en un sentido amplio y profundo, es decir, como un lenguaje no figurativo de expresión, destinado a ser comprendido, interpretado y comunicado. En la actualidad, varios pintores ayacuchanos, desde su propia perspectiva, han comenzado a plasmar temas tradicionalistas, sociales y políticos, evidenciando ciertas limitaciones frecuentes y pronunciadas en sus técnicas y composiciones. Sin embargo, en la última década del siglo pasado, la situación fue muy distinta, constituyendo un preludio de un perfeccionamiento técnico y compositivo.

Por ello, es fundamental otorgar condiciones simbólicas a la figura humana dentro de una obra pictórica. En el contexto rupestre, esta figura adquirió un carácter mágico y didáctico, mientras que hoy en día se considera un elemento esencial de la vida, la fuerza y el progreso. A partir del año 2000, la representación de la figura humana en la pintura ayacuchana adquirió mayor soltura y libertad. Belting (2012) señala que los testimonios históricos de las imágenes del cuerpo humano han mostrado un carácter incómodo, ya que, a través de ellas, el espectador de la época se sentía disciplinado. En la actualidad, las imágenes representan a la figura humana con pocas alteraciones, pero mantienen una historia análoga, otorgándole al cuerpo un sentido cultural.

Por lo tanto, para definir las características de la representación humana en la pintura ayacuchana con un manejo moderno y estilístico, Liessmann (2006) cita a Theodor Adorno (1903-1969), quien sostiene que en el arte existe un progreso asociado a la noción de que lo nuevo es innovador, y, a partir de ello, se determina una calidad estética. De esta manera, esta idea se convierte en un motor decisivo en la modernidad.

Sin embargo, en el caso de la pintura ayacuchana, aún se percibe una praxis que no se desvincula completamente de parámetros académicos y figurativos. En estos tiempos modernos, la capacidad de generar cambios e innovaciones trascendentales es mínima; sin embargo, esto no resta valor al simbolismo y la carga cultural que posee la interpretación del hombre andino en diversas acciones.

En este sentido, se pueden determinar las siguientes características de la expresión visual de la figuración humana en la pintura ayacuchana. Primero, la figuración visual expresada en cada obra es una condición esencial. Buscar representar el parecido forma parte del aprendizaje del futuro pintor, quien se enfoca en lograr un dibujo bien proporcionado y un uso adecuado del color. Segundo, se debe mencionar la variedad temática, una condición intercultural en la que la figura humana se vincula a problemáticas sociales, la valoración de los ambientes tradicionales y una fantasía subjetiva muy idealizadora. Tercero, aunque no es fundamental la representación exclusiva de personajes andinos, en la actualidad, con el avance tecnológico, se emplean diversas imágenes de seres humanos dentro de las composiciones. Esto no tiene el propósito de alejarse o ignorar su condición andina, sino de conjugar distintas razas en situaciones socioculturales diversas de manera universal, sin perder su originalidad cultural peruana.

Gámez (2017) señala que el pintor siempre ha buscado en la imitación de las formas una reproducción extensa; sin embargo, plantea la pregunta: ¿qué está más cerca del ser humano: su nombre o su figura? El nombre puede cambiar de un país a otro, pero la forma, en cambio, solo se altera con la muerte.

Por otro lado, Tatarkiewicz (2017) sostiene que los tiempos modernos han definido una teoría pluralista sobre el arte, es decir, que las obras de arte imitan la realidad, pero a la vez expresan las ideas y experiencias del artista. Por lo tanto, se pueden emplear elementos de la realidad y transformarlos. En este marco de representación de realidades y transformaciones, se enfocan cada una de las obras que representan la figura humana en la producción pictórica ayacuchana puede verse como un ente valorativo del ser humano en contextos que cambian constantemente. Estas obras idealizan al hombre andino, reflejando sus necesidades, alegrías y tristezas, otorgándoles un valor visual dentro de la cultura peruana. En este sentido, las siguientes obras muestran una interpretación visual de la identidad, abordando problemáticas sociales que oscilan entre lo figurativo y lo irreal en tiempos modernos.

Claudio Martínez Paredes (1962), en su obra “Noche callada”, presenta una representación humana profundamente expresiva. En ella se observan cuerpos femeninos desnudos, un rostro masculino y pequeñas siluetas de diversas personas. En la parte superior central se visualiza a una mujer crucificada, con la cabeza agachada, mientras que sus manos, grandes y exageradas, transmiten dolor y sufrimiento. Una gran cruz de color verde tortura de manera perpetua a este personaje. En los lados inferiores se encuentran dos mujeres de medio cuerpo: a la izquierda, frente a un fondo rojo, una mujer con una mirada penetrante y violenta. Además, con una pañoleta roja cubre parte de su rostro. Su mano derecha está apoyada en su cintura, mientras que con la izquierda sostiene un objeto que parece una lápida de color naranja y ocre. A la derecha, se observa a otra mujer con una postura amanerada y gestos de melancolía. También apoya su mano izquierda sobre una forma geométrica que aparenta ser una lápida de color violeta muy claro.

En el centro de esas mujeres se encuentra un rostro masculino que sobresale del soporte plano, lo que indica que el autor ha integrado parte de una escultura en la obra. Este detalle aumenta el dramatismo de toda la composición, ya que el personaje refleja tristeza e intranquilidad. Otros elementos, menos destacados, son las siluetas tipo fotografía de diversas personas, que simbolizan a las víctimas del conflicto armado interno; seres humanos que, en su mayoría, aún hoy no han encontrado justicia y permanecen desaparecidos. Un detalle peculiar que subraya la intencionalidad del autor es la huella del taco de un borceguís, lo cual amplifica la responsabilidad de los militares y senderistas en el contexto del conflicto. La obra está cargada de múltiples elementos, todos ellos representando a la figura humana en una condición muy deplorable, lo que determina que, aún en este nuevo milenio, persisten los rezagos y las cicatrices de una sociedad huamanguina que sigue pidiendo justicia.

En la obra de Milton Sulca Avilés (1969 – 2020) S/T, se aprecia parte del cuerpo de una mujer desnuda, con una postura muy dinámica cubriendo con sus brazos sus senos y sus partes íntimas, con una composición cortante y muy bien distribuida. Se puede identificar un espacio cerrado que contrasta con la figura principal, está plasmada de colores cálidos muy intensos, se percibe un trabajo muy detallado por lograr una textura de piel adecuada, con un volumen que favorece a una buena proporción.

Todo ello sugiere que se trata de un trabajo de estudio anatómico. La intención visual del autor conduce, en primer lugar, hacia una atracción inmediata, al captar la atención con la gama cromática utilizada, la postura, los contrastes y la variedad de texturas y tonos, que generan un efecto visual envolvente e intenso. En segundo lugar, el movimiento y la actitud del personaje, quien cubre partes de su cuerpo, producen una tensión visual que oscila entre el erotismo y la sensualidad.

Por otro lado, también se puede identificar la idealización de la belleza femenina, una condición que el autor otorga a la figura como símbolo de la vida y la fertilidad, en el contexto de una sociedad cambiante y discriminatoria.

Javier Roca Bautista (1993), en su obra Vestigios, presenta una composición abierta en dos planos visuales, con un marcado contraste entre la figura y el fondo. Se aprecia un manejo adecuado de la forma humana, tanto en proporción como en color, complementado por los accesorios y las telas que cubren a la mujer. Por otro lado, la soltura e intencionalidad de desorden en las manchas lineales del fondo blanco refuerzan el contraste visual.

La escena es trágica, cargada de opresión y abuso. La mujer desnuda, representada de manera realista en una postura erótica, lleva una venda en los ojos, lo que comunica el rechazo a observar la violencia inherente a la naturaleza humana. Este ícono simboliza la fragilidad de quien está expuesto a los peligros que acechan a todos, sin distinción. Las manchas rojas en la obra evocan los resultados de los maltratos y abusos cometidos contra la humanidad, contextualizando la pieza en un escenario ayacuchano en medio del conflicto armado interno (1980-2000), periodo que trajo miedo, dolor y muerte al poblador andino.

Vestigios no solo alude a señales o restos, sino también a la memoria. En este sentido, el autor guía al espectador, a través de sus formas y colores, hacia una reflexión social sobre un capítulo de la historia que no debe ser olvidado para evitar que se repita.

Richard Sulca Avilés (1978), en su obra Mestiza, presenta una composición abierta en tres planos visuales, en la que se despliega una variedad de elementos simbólicos ayacuchanos que acompañan a la figura femenina semi desnuda. La obra ofrece un contenido narrativo visual que entrelaza frutos de la naturaleza e iconografías que resaltan el legado ancestral de la cultura Wari. El manejo del color es equilibrado, gracias a la distribución de los elementos luminosos, los cuales contrastan con las sombras, diferenciando sus cualidades simbólicas. Las combinaciones cromáticas generan armonías expresivas que enriquecen la composición.

La obra tiene una estructura recargada y surrealista, características propias del estilo de Sulca. En el primer plano, a la izquierda, se observan dos elementos ancestrales: un kero que sostiene maíz y una cerámica antropomorfa Wari. Ambos descansan sobre piedras pulidas, una de las cuales tiene un pequeño orificio. Al lado derecho, se representan dos animales traídos por los españoles: el toro y el caballo, en medio de los cuales se encuentra una cruz que simboliza las tres carabelas. Además, se incluyen cascos guerreros españoles, aludiendo a la invasión. En el segundo plano, en la parte media de la obra, aparece una mujer semi desnuda con atuendos ancestrales. Detrás de su cabeza, un círculo dorado con iconografías representa al sol. En su mano izquierda sostiene un recipiente, mientras que, en la derecha, una copa con uvas. De su muñeca cuelga una forma geométrica que se extiende hasta sus pies, en rojo y blanco, representando el retablo ayacuchano. Al otro extremo, se encuentran representados de manera subjetiva cactus y pencas con tuna.

También aparece el Cristo Nazareno, patrón de Huamanga, quien lleva su cruz. Su rostro no refleja dolor ni tristeza, sino más bien una expresión de contemplación hacia la mujer.

El propósito de Sulca en Mestiza es sintetizar, mediante símbolos, todo un proceso histórico en Ayacucho, similar a otros contextos nacionales e internacionales. La obra reflexiona sobre cómo las culturas nativas asumieron y comprendieron las costumbres traídas por conquistadores e invasores. Este encuentro de mundos da lugar a una nueva identidad, que hoy en día debe ser valorada.

Santiago Alberto Quispe Palomino (1965), en su obra Dos caminos, presenta a cinco mujeres divididas en dos grupos: dos jóvenes, muy parecidas entre sí, que se dirigen hacia la parte derecha del cuadro, mientras que tres mujeres adultas, con expresiones distintas, se orientan hacia la izquierda. Cada una lleva atuendos típicos huamanguinos, pero sin sombreros, y sus manos transmiten ansiedad y preocupación. Esta representación se asocia a las difíciles decisiones que las mujeres enfrentan a lo largo de su vida.

Los colores predominantes en la obra son cálidos, como el rojo y el naranja, complementados por los verdes y azules, que crean una armonía cromática. La proporción humana se quiebra en la representación de las mujeres, destacando especialmente sus manos, que son más grandes que sus rostros, y sus cuellos alargados. El pintor utiliza líneas gruesas para resaltar las cualidades de cada personaje, enfocándose en sus expresiones faciales, sus manos y su vestimenta.

Se observa una degradación tonal de derecha a izquierda entre los personajes. En primer lugar, el cabello azul-violeta y el rostro amarillo-naranja contrastan, seguido por una jerarquización del color en las vestimentas, donde predominan tonos de azules, rojos y naranjas. Esta imagen representa el ciclo de la vida: la juventud efímera, simbolizada por dos mujeres, y la vejez prolongada, representada por tres mujeres.

Con un estilo pictórico expresionista, el autor utiliza la figura humana para plasmar la interacción entre las emociones y sensaciones que surgen en el momento de tomar decisiones cruciales en la vida. El propósito de Quispe, al emplear personajes femeninos, es invitar a la reflexión sobre el recorrido de la vida, marcada por actitudes, acciones, logros y fracasos. A través de su obra, transmite que el cuerpo físico siempre se deteriorará y que la belleza no es eterna.

En la pintura de Royer Ramos (1988) se observa una composición abierta en la que predominan los colores cálidos, generando un contraste marcado con los tonos fríos. La obra representa a dos varones vestidos con atuendos típicos, cada uno adornado con accesorios únicos que reflejan las tradiciones de las comunidades andinas y selváticas. Estos dos personajes pertenecen a una cultura andina profundamente arraigada a sus festividades sociales y religiosas. En la región de Ayacucho, se les conoce como Chunchos, quienes tienen el rol de amenizar musicalmente y de manera jocosa diversas actividades costumbristas.

Los Chunchos son figuras con características ancestrales que tocan instrumentos de viento, y en sus facciones y gestos se puede percibir su dominio, concentración y dedicación a estas acciones, que reflejan su fe y devoción. Son personajes muy presentes en las fiestas religiosas que se celebran en los Andes peruanos, donde, a través de sus melodías, armonizan el ambiente festivo, impregnado de veneración hacia santos y vírgenes.

En la Escuela de Bellas Artes de Ayacucho, el currículo de enseñanza orienta al estudiante en sus años de formación hacia un desarrollo de conocimientos teóricos y prácticos sobre las diversas corrientes y estilos pictóricos. En este sentido, el tradicionalismo sigue siendo muy vigente, y se aprecian funciones y propuestas ligadas al contexto andino. Escobar (2006) señala que el arte latinoamericano ya no es un santuario de esencias ni una síntesis de conciliación; es un enredo promiscuo, un entrevero de formas ajenas y propias, cultas y populares, tradicionales y modernas. Esta reflexión se aplica de manera pertinente a la pintura ayacuchana, que se caracteriza por integrar diversos elementos simbólicos en sus composiciones, sin abandonar lo autóctono y costumbrista.

Escobar también observa que el acelerado incremento de los medios masivos y las tecnologías audiovisuales no necesariamente implica una ampliación de los recursos expresivos del arte latinoamericano, primero porque estos no están al alcance de todos, y segundo porque las artes visuales aún permanecen separadas del ámbito de la tecnología, heredando la tradición de las Bellas Artes. Esta realidad se refleja claramente en la pintura ayacuchana, en la que aún no se perciben, en gran medida, obras producidas mediante el uso de medios y formas electrónicas. Sin embargo, esto no disminuye el desarrollo adecuado de la pintura en la región, que sigue estando influenciado por la tecnología y la modernidad, adaptándose de manera particular a las necesidades y tradiciones locales.

Cada una de las obras estudiadas tiene su propio enfoque y propósito visual, aunque pueden subdividirse en tres categorías principales. La primera categoría, de corte social, aborda los cambios modernos y las problemáticas conflictivas. En este sentido, Martínez y Roca representan a la figura femenina como una víctima y, al mismo tiempo, como una figura emprendedora. A pesar de sus sufrimientos, queda una fuerza residual que le permite continuar con su vida, enfrentando las dificultades dentro de un contexto discriminatorio y desigual. Los hermanos Sulca Avilés, por su parte, exploran la iconicidad femenina desde una perspectiva tanto estilística como simbólica, insertando diversos elementos en sus obras que se alejan de los parámetros formalistas dentro de una pintura tradicional ayacuchana. En la tercera categoría, las obras de Quispe y Ramos resaltan el valor visual del ser humano, especialmente en el contexto de diversas actividades festivas e ideológicas. Estas obras son el reflejo de una identidad y una valoración cultural andina.

En este contexto, en los últimos 20 años, la Escuela de Bellas Artes de Ayacucho ha organizado numerosas exposiciones pictóricas, tanto a cargo de la plana docente como de los estudiantes. En todas estas muestras, se presentan obras de contenido figurativo en las que el ser humano es el elemento principal. Un ejemplo destacado es el XVII Salón de Docentes realizado en 2017, "Homenaje a los Maestros de la Plástica Ayacuchana", en conmemoración de los 65 años de vida institucional. Las obras presentadas en esta muestra se centran en la representación de la figura humana desde una perspectiva individual, en la que se visualiza a la mujer y al hombre andino involucrados en diversas actividades cotidianas, entrelazando tradiciones y costumbres.

Además, se incorporan símbolos externos y subjetivos que enriquecen cada propuesta pictórica. En este sentido, las características distintivas de la pintura ayacuchana en la representación de la figura humana se detallan a través de las líneas, los colores y los símbolos plásticos.

Finalmente, se presentan limitaciones evidentes en la identificación de obras que puedan servir como referencia para la investigación de la pintura ayacuchana. No existe una catalogación ni un resguardo adecuado de las obras de los primeros maestros formados en la Escuela de Bellas Artes de Ayacucho. Esta problemática refleja una falta de interés institucional y una preocupación creciente sobre la preservación del legado artístico de la región.

Por otro lado, en bibliografías, artículos y catálogos no se toma en cuenta la pintura provinciana, que ha evolucionado y formalizado sus propias características. Al igual que en la época virreinal se mencionaban Lima, Cuzco y Arequipa como los principales centros artísticos, hoy en día persiste esa misma categorización y representación de la pintura peruana, relegando a otras regiones como Ayacucho.

En este contexto limitado, la pintura ayacuchana de género figura humana está vinculada a parámetros artísticos académicos y modernos. La existencia de una institución artística, junto con referentes como Víctor Pomacanchari y Alfredo Felices, ha despertado el interés de muchos por seguir esta trayectoria pictórica, permitiendo así la representación de sus costumbres a través de símbolos socioculturales.

Desde las primeras representaciones en las pinturas rupestres, las culturas prehispánicas y las antiguas civilizaciones mostraron la figura humana desde una perspectiva idealizada, enfocada en seres supremos, tanto reales como irreales, ya sean zoomorfos o antropomorfos, los cuales reflejaban y equilibraban sus creencias. Desde el Renacimiento hasta el Romanticismo, el ser humano adquirió mayor protagonismo, no solo en términos estéticos, sino también filosóficos y sensoriales.

En el contexto latinoamericano, las revoluciones sociales y la continuidad de influencias plásticas europeizadas se mantuvieron, pero lograron integrarse con características propias, permitiendo finalmente la liberación hacia un lenguaje visual único. La región de Ayacucho, rica en manifestaciones artísticas, ha hecho del ícono humano el centro simbólico de su pintura actual, destacando este elemento como eje principal de su expresión artística.

Conclusiones

La representación de la figura humana en la pintura ayacuchana, guiada por la Escuela de Bellas Artes, está vinculada a factores clave. El empleo simbólico del desnudo sigue un enfoque académico, constituyendo un espacio de aprendizaje en el que se estudia la forma humana en detalle, para luego ser estilizada o distorsionada de acuerdo con las intenciones del pintor. Asimismo, el uso de vestimentas autóctonas y extranjeras resalta ambos contextos, llevando lo andino a una dimensión universal, al mismo tiempo que inserta lo universal en un contexto local y andino. Este enfoque se relaciona con varios aspectos fundamentales dentro de las funciones y propósitos de cada pintor ayacuchano, desde un corte social, una iconicidad femenina y una identidad valorativa del contexto andino.

En la actualidad, existe una gran diversidad en la representación de la figura humana dentro de la plástica ayacuchana. Esto indica que los parámetros modernos y los avances tecnológicos se han integrado a una pintura tradicionalista que, aunque se resiste a romper con los esquemas formalistas, busca mostrar sus propias características, sin renunciar a una condición estilística que se adapta al modernismo. De este modo, se expresa una estética contemporánea andina. Por ello, la Escuela de Bellas Artes de Ayacucho ha implementado un currículo más amplio, brindando a los estudiantes la libertad para desarrollar sus propuestas pictóricas, con un énfasis particular en el estudio de la figura humana. Además, se ha promovido una autonomía en la investigación y la experimentación artística, lo que permite al futuro pintor ayacuchano plasmar sus tradiciones y costumbres en sus obras, ubicando al hombre andino como el centro de interés en una amplia variedad de simbologías.

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