Abstract
Para el iusnaturalismo, el hombre rige su conducta a partir de un único sistema ético. Este sistema tendrá distintas reglas en función de los efectos que genere dicha conducta. Así, si los efectos de ésta acercan al hombre a su perfección, al máximo bien o la felicidad en último término, estaremos en el ámbito moral, mientras que, si los efectos de la acción le permiten contribuir a la convivencia y la paz con los demás, nos encontraremos en el ámbito de lo jurídico. Sin embargo, esto que podría parecer sencillo de entender no lo es tanto cuando se plantea en términos de positivismo jurídico, pues desde siempre se ha cuestionado la relación entre la moral y el derecho, incluso reduciéndose a términos de obligatoriedad o no de una conducta en función de encontrarse en uno u otro ámbito. Esto porque, si partimos de la perspectiva del deber, solo el deber jurídico – y no el deber moral - podría ser considerados dentro del ámbito del derecho, y por tanto, de obligatorio cumplimiento. Bajo este marco, en la presente investigación se busca analizar la naturaleza de la solidaridad como conducta humana y determinar la existencia de un deber de solidaridad, desde la perspectiva jurídica y no solo desde una óptica moral, partiendo de la idea que la solidaridad – más que un concepto de realización utópica – tiene efectos concretos en el desarrollo de la convivencia entre los hombres, sobre todo en tiempos como éste, en los que se requiere de ella en todos los ámbitos, incluso a nivel empresarial en la cual la Responsabilidad Social Corporativa busca un fundamento.
Solidarity and legal duty. Contributions for the legal foundation of Corporate Social Responsibility
ABSTRACT
For natural law, man governs his conduct from a single ethical system. This system will have different rules depending on the effects generated by said conduct. Thus, if the effects of this bring man closer to his perfection, the maximum good or happiness in the last term, we will be in the moral sphere, while, if the effects of the action allow him to contribute to coexistence and peace with others. others, we will find ourselves in the legal field. However, what might seem easy to understand is not so easy when posed in terms of legal positivism, since the relationship between morality and law has always been questioned, even reducing it to terms of whether or not it is compulsory to conduct a conduct in function of being in one field or another. This is because, if we start from the perspective of duty, only the legal duty - and not the moral duty - could be considered within the scope of law, and therefore, mandatory. Under this framework, this research seeks to analyze the nature of solidarity as human behavior and determine the existence of a duty of solidarity, from the legal perspective and not only from a moral perspective, starting from the idea that solidarity - more that a concept of utopian realization - has concrete effects on the development of coexistence among men, especially in times like this, in which it is required in all areas, even at the business level in which Corporate Social Responsibility look for a foundation.
Keywords:
Solidarity, Legal, Moral duty, Law, Corporate social responsibility
Introducción
Cuando hablamos de solidaridad, podemos decir que nos estamos refiriendo a una característica propia del ser humano, específicamente de su sociabilidad. Por ello, cuando se intenta trazar una línea de estudio teórico de la solidaridad podemos remontarnos a la historia más antigua. Sin embargo, a decir de Maldonado (2000) es recién en el S. XX, “cuando la solidaridad irrumpe como uno de aquellos rasgos que constituyen ontológicamente al ser humano” (p. 79), quizás porque el momento histórico así lo exigía. Periodo de entre guerras, explotación y deshumanización son los rasgos característicos de finales del siglo pasado.
La solidaridad se presenta entonces como el medio para superar la desesperanza, para “sobrepasar el estado en el que el individuo se ve sometido a la fuerza de la violencia como fin en sí misma o como medio para alcanzar la paz” (Maldonado, 2000, p. 80). Desde esta perspectiva, la solidaridad interpela en el individuo la conciencia del otro y se refleja directamente en la forma cómo se asume la vida en sociedad.
Ahora bien, la solidaridad no es un concepto sencillo de abordar. No solo por la connotación derivada de la sociabilidad del hombre, sino porque puede ser objeto de estudio desde distintos aspectos del saber, como puede ser la ética, la sociología, la política o el derecho. Cada uno de estos saberes impregna en la solidaridad (o estudia de ésta) un carácter particular, lo que le otorga efectos distintos en función del saber que la aborda. Así, por ejemplo Maldonado (2000) sostiene que la solidaridad se viabiliza a través de la ontología social (la explicitación de las estructuras ontológicas que se derivan de encuentro con y de las posibilidades del otro y de sí mismo con el otro), la ética (que se ocupa del valor de los actos humanos) y los derechos humanos (que da respuesta a la alteridad) y a la vez se erige como crítica a la indiferencia, que es la forma más sutil, por invisible, y más peligrosa de violencia. Lo opuesto a la solidaridad es la indiferencia, la total ausencia de una sensibilización frente al otro.
El presente trabajo no pretende agotar el estudio de la solidaridad en toda su complejidad, sino que se circunscribe a un objetivo específico: determinar si es posible entender la solidaridad – más allá de su connotación moral – como un deber. Es decir, se busca abordar el tratamiento jurídico de la solidaridad, como principio constitucional y fundamento del Estado social de derecho; pero, sobre todo, determinar si es posible hablar de la solidaridad como un deber jurídico exigible a un sujeto determinado en un contexto definido.
Precisamente, el contexto en el que situaremos el estudio es el de la Responsabilidad Social Corporativa (RSC); entendida, en términos generales desde las premisas siguientes:
- La empresa debe ser consciente del impacto que genera el desarrollo de su actividad en la sociedad y los grupos de interés con los que se relaciona. Este conocimiento le debe llevar a fomentar las externalidades positivas y a reducir o compensar las externalidades negativas.
- El desarrollo de la actividad económica de la empresa le supone asumir no solo obligaciones económicas, sino también éticas y sociales.
- El compromiso con el entorno de la empresa supera el ámbito de las acciones aisladas o estrategias de marketing, debe incorporarse a un nivel de ejecución estratégico.
- El comportamiento ético y responsable de la empresa tendría que ubicarse en el plano de lo necesario y no en el plano de lo contingente o voluntario.
Partiendo de lo señalado, la RSC puede definirse como:
una nueva forma de hacer negocios, en la que la empresa gestiona sus operaciones de forma sostenible en lo económico, social y ambiental, reconociendo los intereses de distintos públicos con los que se relaciona, como los accionistas, empleados, a comunidad, los proveedores, los clientes, considerando el medio ambiente y el desarrollo sostenible. (Forum Empresa, 2009, p. 4).
Se presenta como una nueva conciencia empresarial en la que la empresa asume de manera efectiva, la responsabilidad sobre los efectos que su gestión empresarial genera en la sociedad y en sus stakeholders.
Uno de los principios que subyace en el desarrollo doctrinario de la RSC es el carácter voluntario de dichas prácticas, con dos efectos concretos (i) para el empresario no existiría razón obligatoria para su cumplimiento, quedando así sujeta a su liberalidad, y (ii) al ser voluntario, no tiene “carácter jurídico”, es decir, que no existe sanción alguna por su incumplimiento. Esta referencia al carácter “no jurídico” de la RSC se realiza frecuentemente cuando se escribe sobre la responsabilidad de las empresas frente al respeto por los derechos humanos.
Una de las consecuencias de sostener la voluntariedad de la RSC es que, incluso cuando se trata de regulación por parte de los Estados, parece no tener prioridad. Así se puede deducir de la siguiente disposición contenida en Plan de Empresa y Derechos Humanos elaborado por el Gobierno de España (2014):
Todos los compromisos que se deriven de la aplicación de las medidas de este plan quedan no obstante condicionados a las disponibilidades presupuestarias existentes en cada ejercicio y a la senda de consolidación fiscal fijada por el gobierno y no podrán suponer aumento neto de los gastos de personal al servicio de la Administración (s.p).
La discusión en torno a la regulación positiva – o no – de las acciones de RSC en la empresa se centra en dos cuestiones: si se regulan estas actividades, esto es, si se convierten en obligatorias para la empresa, la RSC perdería toda razón de ser debido a que su naturaleza es precisamente la voluntariedad; y segundo, la positivación de la RSC podría resultar un peligro para la actividad empresarial – esto es, para la libertad de empresa – al no tenerse establecido un límite para el legislador ¿quién determina qué se encuentra en el marco de la RSC y qué no?
Desde el ámbito empresarial se ha venido insistiendo en la voluntariedad y unilateralidad en la adopción y ejecución de medidas de RSC. Sin embargo, no se puede dejar de advertir que cualquier iniciativa que quiera llevar la voluntariedad al ámbito de lo meramente discrecional, eximiendo a la empresa de cualquier nivel de exigencia, siquiera contractual, corre el riesgo de hacer de la RSC un instrumento de relaciones públicas y de marketing, un ejercicio, al fin y al cabo, de publicidad engañosa (Senent, 2012). Por ello se requiere un elemento que sustente no solo la necesidad que las empresas desarrollen actividades de RSC, sino que se convierta en un deber de estas respecto de la sociedad.
La pregunta que origina esta investigación es precisamente si la Responsabilidad Social corporativa, podría encontrar su fundamento jurídico en la solidaridad. Para ello, tendríamos que definir si la solidaridad puede ser entendida como un deber jurídico – más allá de sus connotaciones morales – y por consiguiente, exigible en un contexto empresarial, superando o adicionándose a la exigencia ética aplicable a los administradores y gestores de las empresas, como personas naturales.
En este sentido, se abordará el estudio de la solidaridad desde la perspectiva moral y jurídica, incidiendo en la relación entre moral y derecho que plantea el iusnaturalismo. Así, a partir de su categorización como deber jurídico, se podrán determinar los efectos de su incorporación en la dinámica de la responsabilidad social corporativa.
Solidaridad desde la sociabilidad
La comunidad, no solo es el entorno donde el hombre realiza su bien, sino que, es un bien en sí mismo en y por el cual cada individuo alcanza su bien en una vida de amistad (Baños, 2014). Se puede decir entonces que la vida en comunidad es connatural al hombre, entre otras cosas, porque puede superar su estado de indigencia en tanto que le permite la satisfacción de sus necesidades básicas y el perfeccionamiento integral de su persona. Por esta razón Baños (2014) señala que, “sólo al perfeccionar a la comunidad alcanza cada persona su perfección, y viceversa” (p. 81), de manera que se entienden complementarios, sin desconocer la individualidad del sujeto.
La vida en comunidad exige la solidaridad. Podría decirse, en este sentido, que la solidaridad es necesaria en tanto que se entiende como producto de la intersubjetividad humana, o lo que es lo mismo, se explica a partir de la conciencia del otro en cuanto otro. Por ello, Maldonado (2000) sostiene que “la solidaridad es una relación eminentemente horizontal en la que cualquier jerarquía o jerarquización queda totalmente de lado” (p. 84) en tanto que es la forma por excelencia como se constituye la vida en sociedad. La conciencia del otro es la que nos permite la posibilidad de ponernos en su situación y materializar la solidaridad en tanto que es “fundamentalmente una constitución del mundo pues implica comunidad, reciprocidad, convivencia, comprensión y afectación del otro como de sí mismo” (Maldonado, 2000, p. 90).
En el mismo sentido, la concepción personalista de la solidaridad parte de la tensión entre la persona y la comunidad. Postula el reconocimiento de la igualdad en la diferencia y la transformación de la economía que conlleva la humanización del sujeto (Vidal, 2002).
La solidaridad a la que hacemos referencia supera claramente la concepción tradicional que se basa en la asistencia y procede mediante campañas humanitarias con el objetivo de dar, ayudar, mejorar. Se trata más bien de una exigencia que busca – en palabras de Vidal (2002) - la transformación, actúa mediante a autogestión y se limita a acompañar, compartir y apoyar (160), una solidaridad que supera el plano moral o de la virtud y cuya necesidad es capaz de dotarla de una connotación jurídica.
Por su parte, Peces-Barba, en cita de De Lucas (1994) distingue la “Solidaridad de los antiguos”, aquella que es una virtud indispensable en la relación con los otros (en ese sentido, sería muy similar a la idea kantiana de «benevolencia») y la “Solidaridad de los modernos” basada en la existencia de lazos comunes de interdependencia que dan lugar a la simpatía, a un afecto común (más que recíproco, en el sentido de la bilateralidad propia de la amistad), a una «complicidad en el sufrimiento» que surge como consecuencia de la existencia de una común pertenencia; es decir, en cuanto somos miembros de una comunidad.
Desde la sociología, la solidaridad se aborda desde dos aspectos complementarios: como hecho social empíricamente comprobable (fact) y en segundo lugar como propiedad de la persona humana (quality). De esta manera, se concibe la solidaridad como “el hecho o cualidad de estar unido o ligado a otro en una comunidad de intereses y responsabilidades y obligaciones” (Rodrigo del Blanco, 2003, p.35). Desde esta perspectiva, el estudio de la solidaridad le correspondería a la sociología en su primer aspecto, mientras que el segundo a la antropología filosófica, en tanto se trata de un elemento esencial del comportamiento humano. Sin embargo, al ser necesaria para la convivencia, se traslada también desde el plano moral, al plano jurídico (de lo debido en justicia).
La solidaridad se considera entonces un atributo constitutivo del hombre y fundamento de la sociabilidad. “Los hombres son sociables porque son solidarios y no al revés”(Rodrigo del Blanco, 2003, p.35). Será entonces una tendencia del hombre a involucrarse con otros para el logro de fines determinados, en la búsqueda constante del bien común.
2. Del valor moral al deber jurídico
2.1. Sistema ético de conducta
No hay algo tan propio del hombre como la acción. La acción del hombre lo lleva a transitar por algo que los filósofos han denominado un sistema ético, entendido como aquel sistema que aglutina la acción del hombre. Así, hay un mismo sistema, aunque las normas que confluyen dentro de este sistema atiendan a aspectos distintos del ejercicio de la acción del hombre. Esto es así, porque una misma conducta puede tener distintas connotaciones, puede ser algo que le permita mejorar y acercarse al bien (entendido en su concepción clásica de perfección) pero también la misma conducta, le permite la convivencia con los demás.
Dicho de otro modo, la conducta del hombre puede verse desde dos perspectivas: aquella que valora si dicha conducta lo acerca a su perfección, al máximo bien o la felicidad en último término y aquella que le permite contribuir a la convivencia y la paz con los demás. El alcance de estas perspectivas se encaja en lo que llamamos sistema moral y sistema jurídico. De cada sistema se desprenderán normas morales o normas jurídicas según sea el caso.
La forma como se relaciona el aspecto moral y jurídico del obrar del hombre, es uno de los puntos más importantes de la filosofía del derecho, pues las distintas concepciones permiten – en uno de sus extremos – plantear la asepsia moral de la acción jurídica y; por tanto, la separación en planos radicalmente distintos, los efectos de la conducta humana. La otra postura, sin llegar a confundir los planos de actuación, nos permite entender que un solo acto (la mayoría de actos), puede contribuir tanto a la perfección de la persona, como a la convivencia social.
Sin perjuicio de ello, no se debe dejar de lado la distinción entre deber moral y deber jurídico. Solo estos últimos podrían ser considerados dentro del ámbito del derecho, con la obligatoriedad que esto supone (más allá de la mera concepción imperativa utilitarista). Esto es así porque la característica fundamental del derecho es la alteridad. El titular del derecho lo tiene frente a otro u otros sujetos, los cuales deben obrar en justicia respecto de su titular (Hervada, 1992, p. 228). Obrar en justicia no es otra cosa que la conciencia de lo suyo de cada uno y la necesidad de respetar, proteger o restituir de ser el caso. Esta necesidad se entiende como deber jurídico.
Pero en términos de alteridad, el deber jurídico supone algo más: una facultad de exigir por parte de su destinatario. Señala Hervada (1992) que, en el plano jurídico, al deber le corresponde un derecho: el deudor tiene un deber frente al acreedor que es titular del derecho, el cual general el deber. Se trata de dos subjetividades relacionadas en una relación de oposición y complementariedad: uno es titular del derecho, otro es titular del correspondiente deber de justicia (de no interferencia).
2.2. Relación entre moral y derecho
Desde Thomasio se distinguen tres órdenes de normas reguladoras: jurídicas, morales y usos sociales (iustum, honestum, decorum). Lo que más ha llamado la atención a distintos autores es determinar la relación existente entre el orden jurídico y el orden moral. ¿Existe entre ellos una radical separación, estarán acaso unidos? La razón de esta preocupación radica en las implicaciones prácticas y teóricas que una u otra respuesta traería consigo, como se ha visto además en el desarrollo de la historia y la aplicación de una u otra postura.
Kant, aunque distingue, no solo no separa, sino que establece una vinculación fundamental entre Moral y Derecho. El derecho (positivo) no se justifica por el cumplimiento de fines concretos, sino que tiene una fundamentación a priori, en cuanto su cumplimiento es condición necesaria para la realización y el ejercicio de la libertad. De ahí la necesidad de la vinculación al mismo de manera incondicionada, imperativa (el imperativo categórico) en cuanto el Derecho es el conjunto de condiciones bajo las cuales el libre ejercicio del arbitrio de cada uno puede conciliarse con el arbitrio del otro según una ley general de libertad (De Cabo, 2008).
Es sabido que el positivismo jurídico formalista, en su afán de emular el conocimiento científico, o – como dice Ballesteros en cita de Aparisi (2014) – por “expresión del complejo de inferioridad de la filosofía ante la nueva ciencia moderna” (p. 28) – excluyó del derecho los juicios de valor y por ello, la metafísica y la ética, al considerarlos ámbitos de conocimiento cuyos resultados no son pasibles de ser medibles o cuantificables empíricamente. Y aun cuando no se niega la existencia del derecho natural, plantea que la labor del jurista no debe estar vinculada a nada que no sea eminentemente positivo y descriptivo (Aparisi, 2014, p. 28). En definitiva, el positivismo jurídico plantea una separación radical entre el Derecho y la Moral.
Uno de los efectos de esta separación (entre el derecho que “es” y el que “debe ser”) es la relegación de la moral al plano meramente subjetivo y relativo. No existe un plano objetivo a partir del cual se puede determinar la bondad o maldad de un acto concreto. Todo queda a la medida de lo que el sujeto asuma como valores (personales) o valores de la comunidad en un momento histórico determinado (historicismo).
Sin embargo, esta postura fue desestimada por los llamados no positivistas que, como Hart, aceptaron la relación entre derecho y moral, así señalaba:
…al certificar que algo es jurídicamente válido, no resolvemos en forma definitiva la cuestión de si se le debe obediencia, y (…) por grande que sea el halo de majestad o de autoridad que el sistema oficial posee, sus exigencias, en definitiva, tienen que ser sometidas a un examen moral” (Aparisi, 2014, p. 34).
Otras posturas sostienen que es el derecho el que debe subrogarse a la moral (demostrando con ello la irrelevancia del derecho), señalando como razones de esto (Etcheverry, 2012):
- que las personas, en su actuación, o bien se guían por las normas jurídicas o bien actúan moralmente, pero no pueden ser guiadas a la vez por la moral y por el derecho. Esto se debería a que si las personas hacen lo que dice una norma jurídica, será solo después de pensar moralmente, es decir, las personas no serían guiadas directamente por el derecho, sino más bien por la moral.
- se cuestiona la capacidad de una autoridad para aportar razones para la acción capaces de hacer una diferencia en el razonamiento práctico de quienes están a su cargo, si en última instancia a obediencia a sus decisiones depende de que estas últimas sean moralmente correctas.
- respecto de la validez de los principios y valores incorporados en las Constituciones: dado que las constituciones no pueden dotarse de validez a sí mismas, éstas han de recurrir a elementos externos para justificar su carácter obligatorio, por lo que se vuelve razonable apelar al acierto o a la bondad de sus textos. Es decir, el contenido se justifica en tanto se asume “correcto”. Ahora bien, si la legitimidad de una constitución, que le permite asignar validez a otras reglas, se basa en la corrección moral de sus contenidos, entonces las constituciones no son la última instancia las que justifican la obligatoriedad de las reglas infra-constitucionales y las decisiones jurídicas.
Para la doctrina clásica, es en la polis donde el hombre se relaciona con otros y “se generan relaciones sociales que reclaman coordinación y criterios que permitan la solución de los conflictos” que no pueden ser dejados únicamente a las normas morales por las siguientes razones (i) porque habrá quienes no estén dispuestos a cumplir con las normas morales, (ii) porque la moral es inconclusa e indeterminada. Será entonces el derecho – determinado por la autoridad – quien establece las reglas para guiar a la poli a la autarquía o bien común, estableciendo los lineamientos que la moral no puede establecer (Cianciardo, 2012, p. 24).
Esto se explica:
dado que las acciones humanas dependen de la voluntad, y como las voluntades de los individuos no siempre son coherentes y las de los distintos individuos tienden por lo general a objetivos diferentes, ha sido necesario crear una norma a la cual se ajusten tales acciones a fin de establecer un orden y propiedad entre los hombres, más que una gran confusión si esa libertad de acción y tal diversidad de inclinaciones y gustos movieran a cada uno a hacer lo que quisiera sin atenerse a norma fija alguna (Pufendorf, 1980, p. 41).
Precisamente, Pufendorf (1980) define obligación como el vínculo de derecho por el cual estamos obligados necesariamente a cumplir o realizar algo. O sea, que por ella se nos pone un freno a nuestra libertad, de modo que, aunque en realidad nuestra voluntad tuviera un objetivo distinto, se sienta imbuida interiormente por un sentimiento interior a causa de la obligación, con el resultado que si la acción cumplida no conformase la norma pescripta (sic.), la voluntad se verá compelida a reconocer que no ha hecho lo que es justo.
Existen dos razones por las que un hombre puede contraer una obligación: una, porque tiene una voluntad que puede apuntar en distintas direcciones, y así también conformar o ajustarse a la regla; la otra, porque el hombre no es inmune del poder de un superior.
Lo que no debe perderse de vista, siguiendo a Ollero (2012), es que sea cual sea la relevancia que a cada ámbito se le tienda a conceder, son realidades distintas. Sin embargo, no es irrelevante que no se pueda determinar cuándo estamos hablando de derecho y cuándo de moral, así, cuando se califica de moral a todo aquello que haga referencia a cómo debemos comportarnos, la confusión entre derecho y moral queda garantizada. Por esta razón “habría que identificar a una exigencia como moral, cuando tuviera por objetivo el logro de la máxima perfección ética individual” (Ollero, 2012, p. 22), mientras que el fin del derecho sería posibilitar una pacífica y ordenada convivencia (que dejaría campo abierto para aspirar a las más ambiciosas metas morales).
Cuando se busca delimitar la relación entre moral y derecho, debe entenderse que no toda exigencia moral debe verse convertida en jurídica y tampoco no toda exigencia jurídica tendrá directa repercusión moral (Ollero, 2012). Ahora bien, el límite máximo de injerencia es la libertad moral del individuo, es decir, si bien el derecho (en su vertiente positiva) puede regular conductas inmorales (y dotarlas por ello de validez legal), esto no significa que, vía una norma positiva, sea posible exigir al individuo la realización de una conducta inmoral, esto es, aquello que puede alejarlo del logro de su perfección.
La relación derecho-moral será siempre difícil de aclarar si se olvida que:
el derecho es ante todo una dimensión de la existencia humana, uno de los aspectos de la actividad práctica del hombre en el mundo, dando sentido a lo que le rodea, a los que le rodean y – como consecuencia – a sí mismo. Moral y derecho no son dos tipos de normas (aunque las impliquen), sino dos dimensiones de la existencia práctica del hombre; dos maneras de dar y captar el sentido de la realidad que le rodea y de la suya propia. Esta dación o captación de sentido, se verá facilitada y orientada por unas normas; pero querer entender la realidad jurídica o la moral como un conjunto de normas es tomar la parte por el todo y arruinar la concepción del conjunto” (Ollero, 2012, p. 141).
3. La solidaridad desde la perspectiva jurídica
Para Fernandez Segado (2012), la solidaridad es considerada “la virtud social por excelencia, en cuanto que, objetivamente, presupone una relación de pertenencia y, por lo mismo, de asunción de una corresponsabilidad, que vincula al individuo con el grupo social del que forma parte” (p. 140). Es la manifestación – en un nivel óptimo - de la sociabilidad del hombre.
Puy (1995) por su parte, identifica tres dimensiones o aspectos a partir de las cuales puede partir el análisis de la solidaridad (sin dejar de precisar que funcionan cumulativamente): como un valor fundamental, como un principio fundamental y como un derecho fundamental.
Desde el punto de vista ético, Puy (1995) señala que “la solidaridad es el valor ético que obliga a todo agente, sea persona, grupo o pueblo, a preocuparse por el bien de todos los demás al ocuparse de procurar su bien propio” (p. 728). Asimismo, Fernández Segado (2012) señala que su reconocimiento como valor, le supone una fuerte carga ética que la define, respecto del sujeto, como la voluntad de “asumir como propio el interés de un tercero, identificarse con él, hacerse incluso cómplice de los intereses, desvelos e inquietudes de ese otro ser humano” (p. 140). En el mismo sentido De Lucas (1994) señala que no es posible entender la noción de solidaridad sin la de comunidad, lo que no significa necesariamente que sólo desde una concepción holista (o comunitarista en el sentido de colectivista) se pueda mantener la solidaridad como principio fuerte.
Por otro lado, desde la perspectiva jurídica Puy (1995) considera que:
La solidaridad es el derecho fundamental que tiene todo ser humano a (i) convivir fraternalmente con otros seres humanos dentro de una sociedad compuesta por grupos y subgrupos sociales, (ii) a gozar sin discriminación de iguales oportunidades de participación en todas las empresas y en todas las plusvalías colectivas para las que esté capacitado y (iii) a recibir de los demás consocios aportaciones alternativas equivalentes (p. 728).
Así, en el contexto jurídico, podemos ubicar a la solidaridad como un deber derivado de la sociabilidad del hombre. Para Pufendorf (1980), la ley natural fundamental es la siguiente: que todo hombre debe fomentar y conservar la sociabilidad, al menos en lo que a él respecta (p. 55), mientras que entre los llamados deberes absolutos (aquellos derivados del hecho que todos los hombres están moral o legalmente ligados entre sí),
el primero lugar corresponde al siguiente: no permitir que uno perjudique a otro. Es el más amplio, pero también el más sencillo, pues consiste simplemente en abstenerse de actuar. Es también el más necesario de los deberes, pues sin él no podría en modo alguno existir vida social” (Pufendorf, 1980, p. 86).
Se dice que es Leroux quien empieza a utilizar el término solidaridad en un sentido ético y político. Desde la perspectiva ética, la vincula con el deber moral sincrónico de asistencia recíproca entre las personas que son contemporáneas, pero no constituye derecho, sino que, queda en el marco de las obligaciones de la ciudadanía. Desde la perspectiva política la sitúa entre los extremos del individualismo y del comunismo. Así, a los valores de libertad e igualdad agrega como elemento de completud social, la solidaridad (Sorto, 2011).
Como se ha señalado, en el plano jurídico se empieza a hablar de solidaridad (más allá de la connotación que ya tenía en el derecho de las obligaciones), cuando se busca una vía alternativa para resolver la llamada “cuestión social”. Desde la sociología se proponía una interpretación organicista de la sociedad, que subrayaba la importancia de los vínculos entre cada una de las partes, independientemente de la función de cada uno de ellos en el contexto general. Fouillé sostenía que la solidaridad tiene el valor de una idea-fuerza, es decir, un ideal de perfecta unidad (Losano, 2011).
Desde el plano económico, Ruiz-Muñoz (2018) sostiene que, con el nuevo paradigma socio-político de la tercera vía, en buena medida no se hace otra cosa que recordar la tercera fórmula del imperativo categórico kantiano, la denominada fórmula del fin en sí mismo “obra de tal modo que uses la humanidad tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro siempre a la vez como fin, nunca meramente como medio”. Y puede ser que a fuerza de insistir, estas verdades universales traspasen todos los estratos sociales y nos acaben insuflando a todos los grandes principios morales, de modo que la “voluntad buena” kantiana nos sitúe en el camino de la buena sociedad.
Como sustento del Estado Social, la solidaridad viene de la mano del solidarismo, que fue una corriente francesa dedicada al desarrollo de la “tercera vía”, esto es, a la búsqueda de una forma de convivencia social que rechazara tanto el individualismo capitalista como el colectivismo comunista (Losano, 2011).
3.1. Solidarismo y Estado Social de Derecho
La relevancia de la solidaridad en el plano político (como sustento del Estado social) y posteriormente en el jurídico (como principio constitucional) se inicia desde su sentido sociológico. Auguste Comte, es quien lo usa para describir un sentimiento social, pero su desarrollo más sistemático puede ser datado con cierta precisión en la fase de consolidación de la Tercera República francesa, con Émile Durkheim y, desde la perspectiva enteramente política con Léon Bourgeois (Herrera, 2013).
Pesch (1904), identifica el solidarismo como el sistema intermedio entre el individualismo y el socialismo y establece como sus elementos característicos:
- Como fundamento natural y de hecho, la mutua dependencia entre en bienestar de unos hombres y el bienestar de otros, a causa de la natural capacidad y necesidad de complemento del ser humano.
- La solidaridad como principio jurídico-social, como postulado del derecho natural dentro de la convivencia social y, por consiguiente, como deber moral para el gobierno y para el ciudadano.
- La solidaridad como principio libremente unitivo en orden a las variadísimas formas de libre cooperación.
- La solidaridad como principio caritativo y de libre beneficencia del amor cristiano para mitigar las necesidades que existen siempre aun en la comunidad mejor ordenada. La caridad no se toma como principio de organización de la economía nacional, solo reclama para sí simplemente que se la deje en libertad de acción y que se fomente con benevolencia.
Desde el solidarismo francés, Bourgeois plantea la solidaridad como un deber jurídico a partir de transformarla en un derecho jurídicamente exigible. Él sostiene que existe una solidaridad de hecho, sobre la que se funda una solidaridad-deber, que transforma la solidaridad (ayudar a quien no ha tenido suerte) de un imperativo-moral, a una obligación jurídica que se funda en un cuasicontrato (Losano, 2011). Para el autor francés, la palabra solidaridad expresa – en su nueva acepción que considera la persona humana en relación con sus semejantes – “un sentido más amplio que el deber de justicia, más definido, más riguroso y por ellos más estrictamente necesario que el deber de caridad” (Bourgeois, en cita de Sorto, 2011, p. 103).
En el mismo sentido, Durkheim (1858-1917) “veía en el derecho —entendido como una regla de conducta sancionada— el símbolo visible de la solidaridad social, que se replicaba en sus normas jurídicas. Si todo derecho es de un modo u otro solidario, se podría decir que no hay sociedad sin solidaridad” (Herrera, 2011). Durkheim, a partir de la idea de vinculación entre el individuo y la comunidad social en que se integra, vino a pensar en la solidaridad como la esencia misma de la moralidad, el ideal moral, porque conjugaría la autonomía personal con la integración social (Fernández Segado, 2012, p. 140).
Más adelante, Duguit, siguiendo la teoría de Durkheim entenderá la solidaridad social como hecho permanente y fundamento de todo derecho. Afirma que:
toda sociedad implica una solidaridad; toda regla de conducta que toca a los hombres que viven en sociedad ordena cooperar con dicha solidaridad; todas las relaciones humanas han sido y serán siempre relaciones de similitud o de división del trabajo; de allí la permanencia de la regla de derecho y su contenido general (Herrera, 2011, p. 67).
Para este autor, se entiende bien la solidaridad cuando se le percibe como la coincidencia permanente entre los fines individuales y los fines sociales. La solidaridad es "interdependencia social", es un hecho y como tal, puede ser fundamento del Derecho objetivo (Jinesta, 2017). Esta idea trae consigo la configuración del papel del Estado, entendido como el ente cooperante para asegurar los servicios públicos, con un deber de intervenir activamente y garantizar la realización de la solidaridad social en materia de trabajo, asistencia y educación.
Por otro lado, Losano (2011) señala que la solidaridad social puede presentarse como un fenómeno facultativo, “que aconseja a los más afortunados socialmente que ayuden a los menos afortunados, en la medida y en el modo que uno mismo considere oportuno” (19), manteniéndose en el plano de la moral, pero también como fenómeno normativo, en la que la solidaridad exige que los afortunados ayuden a los menos afortunados, fijando incluso las reglas para prestar dicha ayuda, planteándose esta exigencia desde la perspectiva del deber jurídico.
Lo cierto es que, desde su concepción romana (in solidum), en el que se le atribuía el significado de integral, pasando por la concepción de Leroux que le otorga contenido a partir de la noción de caridad cristiana y reemplazar la noción de fraternidad de la revolución francesa, hasta Bourgeois y Durkheim; el concepto jurídico de solidaridad ha ido formándose a través del tiempo, incluso ahora mismo podemos reconocer que, si bien el término se ha convertido en relevante para el derecho, no podríamos afirmar que tiene una sola categoría jurídica, toda vez que habrá quienes la consideren un deber jurídico (o fundamento de derecho); un valor necesario para la convivencia o un derecho humano.
A nivel de derecho positivo, la solidaridad se encuentra reconocida en diversos instrumentos internacionales. Como principio vinculado a la educación, la encontramos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948) “Toda persona tiene derecho a la educación, la que debe estar inspirada en los principios de libertad, moralidad y solidaridad humanas”. Como bloque de derechos, en la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea (2000) y como valor universal en el preámbulo del mismo documento “La Unión está fundada sobre los valores indivisibles y universales de la dignidad humana, la libertad, la igualdad y la solidaridad”.
En definitiva, en el Estado social de nuestros días la solidaridad, sin dejar de ser como es obvio, un valor moral o una exigencia ética, ha sido asumida por los ordenamientos jurídicos de algunos Estados como un principio político al que se ha dotado de plena fuerza jurídica, con lo que de alguna manera – dice Fernández Segado (2012) - ha adquirido el rol adicional de valor integrante del orden axiológico constitucional, en estrecha sintonía con el resto de valores superiores del ordenamiento jurídico.
3.2. El deber jurídico de solidaridad
Hacia finales del S. XIX, época en la que se puede ubicar la obra de Bourgeois sobre la solidaridad, se llega a entender la solidaridad social como “un derecho “natural”, en la medida en que Bourgeois considera que los procesos de solidaridad caracterizan la vida, en el sentido biológico de la palabra, que se opone a la idea (católica) de caridad (Herrera. 2011). Como señala Herrera, partir de dicha consideración, y en la lógica de los derechos naturales, se construye el “deber social de la solidaridad” a partir del hecho “que el hombre, al nacer, adquiere una deuda social como beneficiario de la obra humana que lo precede y le permite existir” (65).
En ese sentido, Bourgeois escribirá que “la ley positiva puede asegurar, a través de sanciones imperativas, el pago de la deuda social, la ejecución de la obligación que resulta, para cada hombre, de su estado de deudor hacia todos los otros” (En cita de Herrera, 2011, p. 66).
Cuando Pesch (1904) estudia la solidaridad, también resalta su carácter de “deber”, aunque ubicándolo más en el plano del deber moral; sin embargo, sostiene que este deber reclama:
- la subordinación del interés particular al interés común, sin que se supriman o eliminen arbitrariamente las economías individuales,
- la agrupación y organización de todas las fuerzas individuales y sociales para los fines de la comunidad política. La relación del particular con el Estado no es únicamente una relación de cambio, sino que este último reviste el carácter de institución sagrada, con el fin excelso de labrar el bien de la totalidad y de sus partes más débiles,
- el agrupamiento de la agrupación social de las clases profesionales particulares, como elementos de cultura beneficiosos al propio tiempo a los profesionales y la sociedad entera
De las características señaladas puede realizarse una aproximación al rol que asume el Estado en aplicación del principio de solidaridad, en la medida que los llamados derechos derivados de la solidaridad pueden ser exigidos por el ciudadano dado su carácter de deber jurídico.
Durkheim por otro lado, plantea que “la solidaridad es un hecho social, que, a partir de sus efectos, puede distinguirse en dos tipos (i) la solidaridad mecánica, a la que le corresponde un derecho de tipo represivo, como el derecho penal, que simbolizaba un tipo de solidaridad donde la cohesión social nace de una cierta conformidad de todas las conciencias individuales a un tipo común, que los liga. Podría decirse que el punto de partida es la igualdad. Y (ii) la solidaridad orgánica, desde el derecho cooperativo, que parte del lazo social existente en las sociedades industriales a partir de la división del trabajo. En este caso, lo que busca el derecho es reponer el estado anterior. La división del trabajo crea entre los hombres un sistema de derechos y deberes que los ligan entre sí, y este conjunto de reglas aseguran el concurso pacífico y regular de las funciones divididas, dando lugar así a una cooperación, a una tarea común (en cita de Herrera, 2011, p. 67). El punto de partida es la condición de asimetría.
Las primeras décadas del S. XX, reciben el desarrollo de las ideas de Duguit, sobre la solidaridad. Para este autor, “la solidaridad bien entendida, no es más que la coincidencia permanente entre los fines individuales y los fines sociales, y por ello, el hombre sólo puede querer la solidaridad” (en cita de Herrera, 2011, p. 67). Nótese que en el desarrollo del contenido de la solidaridad, los distintos autores se preocupan en resaltar la sociabilidad del hombre, esto es, la necesidad de que desarrolle su vida en comunidad, con el otro y por el otro; sin embargo, esta condición no diluye de ninguna manera su individualidad y su identidad personal. El sujeto no se pierde en la comunidad aunque es parte de ella.
Para el tratamiento de la solidaridad como principio jurídico – político, más allá de una mera exigencia moral, se plantean, en palabras de De Lucas (1994), al menos tres problemas:
- La aparente contradicción entre solidaridad e imposición. Se dice que la solidaridad es incompatible con la coacción, y que, por tanto, cualquier intento de incorporar consecuencias jurídicas de la solidaridad (deberes exigibles en última instancia por coacción) significaría destruir la noción misma de solidaridad.
- La existencia de distintas exigencias de solidaridad, que podrían ser incluso incompatibles
- Se destaca que en realidad la solidaridad no añade nada a la moderna idea jurídica de igualdad, como lo probaría el hecho de que la solidaridad no sirve para solucionar uno de los retos más importantes que tiene planteado el principio jurídico de igualdad hoy: la atención a los derechos de la diferencia,
En efecto, cuando se restringe el plano de la solidaridad solo al ámbito de la moral – quedando su realización sujeta a la libertad y voluntad del sujeto – podría pensarse que la consideración de la misma desde el plano jurídico le restaría libertad al individuo. Sin embargo, si la solidaridad depende de la sociabilidad del sujeto, si es necesaria en tanto el hombre vive en comunidad; en otras palabras, si se entiende que la solidaridad tiene un fundamento natural, entonces la exigencia - en cuanto deber jurídico – no resulta extraña. Más aún, cabe aquí hacer diferencia entre el deber jurídico propiamente dicho y a aquellos deberes que se derivan de la norma jurídica. En otras palabras, el hecho que la solidaridad se reconozca como deber, no necesariamente supone una regulación jurídico-positiva.
Este hecho precisamente nos lleva a salvar la segunda observación en la medida en que el deber de solidaridad resulta en realidad un deber de actuación general que requiere una participación de la ciudadanía, que “exige una noción de ciudadanía que debe estar profundamente arraigada en el compromiso social y por tanto en la idea de responsabilidad, porque no hay solidaridad sin responsabilidad” (De Lucas, 1994, p. 13).
3.3. Como principio constitucional
Como principio constitucional la solidaridad “le impone a los poderes públicos una serie de obligaciones y, en el caso de los gobernados, les otorga fundamento a un elenco relevante de derechos y situaciones jurídicas de ventaja” (Jiniesta, 2017, p. 978). En este sentido, la solidaridad podría entenderse como fundamento de las exigencias de los individuos – frente al Estado - para la garantía de las condiciones mínimas de una vida digna. En tanto otorga posibilidad de ser exigida (al menos frente al Estado), la solidaridad adquiere la dimensión de deber jurídico.
A nivel constitucional, la idea de solidaridad se incorpora inicialmente aparejado al concepto de seguridad social, en este sentido, se sostenía que “ésta se fundaba en dos aspectos. Por un lado, “nadie puede pretender estar exento del riesgo de la inseguridad”, por el otro, la Seguridad Social “supone una solidaridad nacional: todo el mundo es solidario ante los factores de la inseguridad, y esta solidaridad debe inscribirse en los hechos y en la ley” (Herrera, 2011, p. 69). A partir de este punto, se presenta un desarrollo constitucional de los derechos sociales que precisamente, encuentran su fundamento en la solidaridad.
3.3.1. Los derechos sociales
Los derechos sociales, son entendidos como “aquellas facultades tuitivas dirigidas a favorecer los grupos humanos con características accidentales diferenciadas con relación a otros por factores culturales, o que se encuentran en situación de desventaja por razones económico-sociales (TC, 2016, f. 9). Desde esta perspectiva, para su efectividad requieren la participación del Estado (a través del establecimiento de mecanismos y servicios concretos) y de los particulares (mediante el pago de los impuestos).
Hakansson (2009) sostiene que los derechos sociales pueden entenderse desde un sentido objetivo, como el conjunto de normas de rango constitucional con las cuales el Estado lleva a cabo su función equilibradora de las desigualdades sociales. Y desde una perspectiva subjetiva, como las facultades de los ciudadanos y grupos a participar de un estado del bienestar, lo que significa gozar de determinados derechos y prestaciones (de manera directa o indirecta) por parte de los poderes públicos. Cabe precisar que los derechos sociales no se derivarían de deberes concretos de los particulares – frente a otros ciudadanos – sino más bien, son obligaciones únicamente exigibles al Estado.
Ahora bien, debe entenderse que los derechos económicos, sociales, culturales; así como los de solidaridad, “responden a una concepción más sociológica, ya que se trata al ser humano en relación con los demás, es decir, como coexistencia de la persona humana en comunidad” (Hakansson, 2009, p. 149). Esta nueva visión permite que en su contenido se reconozcan principios como la solidaridad y el respeto a la dignidad de la persona, “los que, a su vez, constituyen pilares fundamentales del Estado social de Derecho” (TC, 2016, f. 14).
Precisamente al tener como fundamento a la persona, los derechos sociales no solo se configuran como deber del Estado, “sino de toda la sociedad en su conjunto; por ello, la doctrina ha empezado a denominarlos deberes de solidaridad” (TC, 2016, f. 22).
El reconocimiento de los deberes de solidaridad, por el Tribunal Constitucional (TC), como resultado de incorporar el principio de solidaridad a los derechos sociales, genera que la consecución del bienestar social e individual no sea una función privativa del Estado, sino de todos los individuos. De esta manera, a decir del TC (2016), cada individuo debería orientar sus máximos esfuerzos a la obtención de aquellos bienes que representan sus derechos sociales, en tanto que conseguir bienestar y un nivel de vida digno es un deber conjunto, tanto de la sociedad como del propio individuo y el Estado, pero no exclusivamente de éste.
En una sociedad democrática y justa, la responsabilidad de la atención de los más necesitados no recae solamente en el Estado, sino en cada uno de los individuos con calidad de contribuyentes sociales. Es así como adquieren mayor sentido las sanciones jurídicas frente al incumplimiento de estos deberes; por ejemplo, las sanciones que se imponen ante la omisión del pago de impuestos, pues justamente a través de ellos se garantiza la recaudación y una mayor disponibilidad presupuestal para la ejecución de planes sociales. En este punto, cabe preguntarnos si las acciones que desarrollan las entidades empresariales a través de la RSC no son en realidad, más que la concreción de su deber jurídico de solidaridad, a partir de asumirse parte integrante de la comunidad.
En este sentido, es ilustrativo lo señalado por el TC (2016) cuando reconoce que:
la solidaridad implica la creación de un nexo ético y común que vincula a quienes integran una sociedad política. Expresa una orientación normativa dirigida a la exaltación de los sentimientos que impulsan a los hombres a prestarse ayuda mutua, haciéndoles sentir que la sociedad no es algo externo, sino consustancial (p. 15).
4. La solidaridad como sustrato de la naturaleza jurídica de la RSC
El individuo actúa en el mundo prácticamente de dos maneras; a título personal o a través de asociaciones u organizaciones sociales. Y cuando se actúa a través de organizaciones, surge necesariamente el problema de las relaciones y articulaciones entre las diferentes organizaciones sociales y entre éstas y el Estado (Maldonado, 2000). En el ámbito de actuación de las organizaciones sociales se encuentran las empresas y en este trabajo, nos ocuparemos de la relación empresa – sociedad, a partir de la RSC.
La RSC ha sido entendida por las empresas, como el conjunto de acciones voluntarias dirigidas a mejorar el impacto que producen en la sociedad (especialmente el medio ambiente) y a integrar los intereses de sus stakeholders, a la gestión empresarial. Rivero (2005) la define como “el modo en que las empresas integran voluntariamente en su estrategia, gestión y operaciones comerciales, su preocupación, respeto e interrelación con su entorno social, económico y medioambiental” (p. 68).
La RSC supone una revisión de la función social de la empresa, más allá de la función de creación de riqueza que tradicionalmente se le ha asignado (y que la RSC no niega). Sin embargo, en la actualidad se demanda de las empresas:
el respeto por los derechos humanos, la protección del medio ambiente, la protección de los trabajadores, la no discriminación, el desarrollo de las comunidades, el desarrollo tecnológico, la protección de los consumidores y, en suma, la preocupación, el respeto y la interrelación, como política de empresa, con aquella parte de la sociedad que puede verse afectada por la actividad de la empresa, los denominados grupos de interés (Rivero, 2005, p. 70).
Si bien la demanda social a las empresas es algo generalmente admitido (la discusión podría estar en los límites de la misma); lo que se plantea es si, en tanto demandas válidas, la RSC requiere de un fundamento jurídico que la sustente o si es suficiente dejarla al ámbito de la voluntariedad de las empresas, como se ha hecho hasta ahora.
La postura dominante sobre el fundamento de la RSC, se coloca en el plano ético de la empresa, pero, dada la connotación actual que ostenta “lo ético”, se sitúa en realidad, en el plano de lo voluntario. La voluntariedad – entendida como ausencia de exigencia jurídica – es el elemento principal de la RSC. Por ello, Gil (2018), comentando la posibilidad de regulación de la RSC en España señala que, la RSC “tiene sentido para las empresas si tiene sentido económico; por lo tanto, cualquier intento de regulación o estandarización de los comportamientos de RSC es unánimemente rechazado por la élite empresarial española” (p. 229).
Como comenta Serra (2012), en el año 2004 se abordó por primera vez una cuestión ¿es la RSC un instituto jurídico inminente? La pregunta – la forma tal y como estaba formulada - permitía deducir que la RSC no era aún un instituto jurídico pero sugería la fuerte posibilidad – y las conclusiones lo confirmaban – de que eso sucediese en breve plazo. Así, estando el derecho tradicionalmente asociado a las ideas de “vinculatoriedad” y de “coercitividad”, suena, de hecho extraño, que un instituto social, por otra parte con carácter voluntario, pueda adquirir relevancia jurídica. La autora no deja de tener razón en su planteamiento, pues la opción contraria es, o plantear que la RSC no tiene carácter jurídico, o decir que la voluntariedad de la RSC no es tal, o al menos en el sentido usual de la palabra.
Ambas posturas se pueden explicar si consideramos que la RSC tiene una vertiente jurídica, pues emana de un deber jurídico. Por ello, continua Serra (2012):
no es preciso enumerar las ventajas que vendría de la “juridificación” o asimilación jurídica de la RSC. Dejaría de ser solo un valor ético-social y se convertiría en un valor o principio jurídico, que sería la definitiva expresión de su validez normativa, y eso reforzaría su aceptación por toda la comunidad (p. 82).
Por otro lado, la tesis a favor de la voluntariedad como sustento exclusivo de la RSC sostiene que:
[la RSC] no comprende solo el cumplimiento de las disposiciones legales y contractuales aplicables a las empresas (compliancewiththelaw), [sino] que envuelve la adopción de comportamiento con contenidos más creativos e innovadores y, por tanto, implica trascender voluntariamente lo que está expresamente previsto y establecido en la ley (voluntarilygobeyondmerecompliancewhitthelaw)”(Serra, 2012, p. 82).
Por esta razón no sería susceptible de tratamiento jurídico.
Ahora bien, consideramos que la identificación de un fundamento jurídico para la RSC serviría para reforzar el compromiso del sector empresarial, sin que esto se identifique necesariamente con la regulación jurídico-positiva o tampoco el recurso a normas imperativas (compellinglaw). Tal como señala Serra (2012) incluso podría dispensar del recurso a normas.
Pero para ello, se requiere un fundamento, y la solidaridad podría configurarse como tal. Sería el nexo que vincula a quienes integran una sociedad política y que impulsan a los hombres a prestarse ayuda mutua, haciéndoles sentir que la sociedad no es algo externo sino consustancial (TC, 2010, F. 8); entonces, este principio, en el marco de la Economía Social de Mercado, explicaría la exigencia jurídica de la responsabilidad social corporativa.
Ahora bien, es preciso reconocer con De Lucas (1994) que el recurso a la solidaridad por parte de la dogmática iusprivatista tiene abrumadoramente un sentido opuesto, porque, en definitiva, los pilares que se trata de sustentar desde la versión «canónica» (y por supuesto hegemónica hasta hoy) del Derecho Privado son la propiedad y la libertad económica, cuya lógica parecería contradictoria con la de la solidaridad. Así, cuando ese sector del Derecho ha tratado la solidaridad, lo ha hecho siempre desde la vertiente negativa, considerándola como un medio subsidiario y excepcional.
Sin embargo, las exigencias de la solidaridad no tienen por qué entrar en contradicción con la idea de una economía social de mercado, pues, como ya se ha señalado, el reconocimiento de la solidaridad como deber jurídico, si bien parte de la posición del individuo como parte de una comunidad, no deja de reconocer su individualidad y por tanto, su libertad y los derechos patrimoniales que le permitan buscar su bienestar.
Esto se corrobora cuando, el tratamiento de la solidaridad como deber jurídico supone - como señala Camus (en cita de De Lucas, 1994) – añadir a los dos sentidos básicos de la idea de solidaridad (la solidaridad como complicidad en el sufrimiento y como expresión de un nexo común entre un grupo de hombres, entre todos los hombres), una tercera acepción, que la define como conciencia conjunta de derechos y obligaciones o responsabilidades, que surgiría de la existencia de necesidades comunes, de similitudes (de reconocimiento de identidad), que preceden a las diferencias sin pretender su allanamiento.
Precisamente, el hecho de asumir los intereses como propios, supone una identificación previa del individuo como tal, diferente, pero a la vez parte de una comunidad.
El reconocimiento de la solidaridad como fundamento de la RSC en realidad podría llegar a “liberar” al empresario de asumir obligaciones morales, que, por otro lado, resultan imprecisas y difusas, y más bien, traslada toda a actuación de la empresa al plano de la seguridad jurídica. En este sentido, Ruiz-Muñoz (2018) señala que:
resulta hoy muy sorprendente, y hasta cierto punto un tanto sospechoso, pretender imponer a los empresarios determinado tipo de exigencias morales más allá de la ley, cuando la experiencia y la historia nos enseña desde hace bastante tiempo que no es ese el camino, sino que es por medio de la ley como se debe articular y trasladar al mercado los postulados éticos o morales que se consideren necesarios. Porque es de esta manera como se debe dar satisfacción al principio de seguridad jurídica (p. 152).
La inicial confrontación sobre si las propuestas de RSE han de ser necesariamente de carácter voluntario o pueden (y en algunos casos, deberán) incorporarse a textos legales, parece cada vez más diluida, constatándose la aceptación más o menos general de que el marco jurídico de organización de las empresas debe contar con normas legales y contractuales, además de con Códigos de Conducta que aporten flexibilidad y consenso en la generación de ideas y permitan equilibrar inversión, gestión, y entorno empresarial (Senent, 2012).
Conclusiones
La obligación de que las empresas se hagan cargo de minimizar el impacto negativo que generan en el entorno en el que desarrollan su actividad, es una extensión del principio jurídico básico de no hacer daño a otro. Por esta razón, al empresario (persona natural o jurídica, titular de la actividad empresarial) se le pide, además de la generación de valor para los propietarios de la empresa, una postura activa respecto a la promoción de los intereses de los stakeholders involucrados en la actividad empresarial. Este es el ámbito de la Responsabilidad Social Corporativa, y por la propia naturaleza de dichas actividades (entendiéndose que va más allá del mínimo legal exigido al empresario), se ha mantenido hasta la fecha en el ámbito de la acción voluntaria y en el marco de la liberalidad del empresario. En otras palabras, se ha mantenido en el plano de la ética.
La necesidad de encontrar un fundamento jurídico para la RSC, se sustenta en que por un lado, develaría el ámbito de aplicación de una norma positiva en este tema, y por otro, serviría de marco referencial para la actuación del empresario. Este fundamento se sitúa – en función de la presente investigación – en el deber jurídico de solidaridad.
Desde la perspectiva jurídica, la solidaridad tiene distintas formas de entenderse: como garantía para el cumplimiento de obligaciones civiles, como valor incorporado a los textos constitucionales, como fundamento del estado social de derecho o como deber jurídico. Es esta última acepción la que, permitiría que la solidaridad se convierta en fundamento de la RSC: la configuración de la solidaridad como deber jurídico supone que, en una relación de alteridad – es decir, una relación propiamente jurídica – la acción solidaria pueda ser exigida por el destinatario de esta.
El reconocimiento de la solidaridad como fundamento de la RSC, lejos de convertirse en una dificultad material para el desarrollo de la actividad empresarial, podría llegar a “liberar” al empresario de asumir obligaciones morales, que, por otro lado, resultan imprecisas y difusas, y en términos prácticos, no podrían predicarse de un empresario mercantil configurado como persona jurídica, y más bien, termina trasladando la actuación de la empresa al plano de la seguridad jurídica.
Desde el derecho natural, el traslado de la solidaridad al plano jurídico, y su configuración como deber jurídico en el marco de la actuación de la empresa, no resulta arbitrario en tanto que se parte de la existencia de un único sistema ético de conducta, que se mueve en el plano del derecho o el plano de la moral – ciertamente distintos pero no extraños el uno al otro – en atención a los fines que persigue la acción: el perfeccionamiento del sujeto, desde una perspectiva individual (aunque con claros efectos externos) o la consecución de una convivencia pacífica en el plano relacional.
La concepción de un solo sistema ético que rige la conducta del hombre, por otro lado, nos libera de a discusión respecto a si una conducta es obligatoria o no, en función de encontrarse en el plano jurídico o moral. La conducta es racionalmente obligatoria – al margen del ámbito en que se encuentre – en la medida en que es producto del ejercicio de la libertad del hombre y que mediante ella persigue un bien, lo cual también explica que, la búsqueda de un fundamento jurídico de la RSC no se relaciona directamente con la regulación positiva de la acción de la empresa, sino más bien, con situarla en el plano jurídico, como mecanismo para mejorar la convivencia social.
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