Resumen
El artículo trata de mostrar cómo puede replantearse el debate sobre el derecho a la eutanasia en la sociedad postcovid. Se sostiene la tesis de que la legalización de la eutanasia genera un riesgo para la vida y la integridad de las personas a las que se otorga el derecho de morir, los pacientes con enfermedad crónica grave. La pandemia ha puesto de manifiesto la enorme vulnerabilidad de esos enfermos en el ejercicio de su derecho a la protección de la salud y la necesidad de una protección jurídica más eficaz para sus vidas. Del mismo modo, la crisis sanitaria nos permite redimensionar las demandas reales de los hipotéticos destinatarios de la nueva ley, y estas no tienen tanto que ver con el derecho a la muerte como con el derecho a la vida y al acceso igualitario a los tratamientos médicos disponibles.
Palabras claves: Eutanasia, Covid 19, Pandemia, Derecho a morir
Abstract
The article tries to illustrate how the debate on the right to euthanasia can be rethought in the post-Covid society. It is claimed that the legalization of euthanasia generates a risk to the life and integrity of the people who are granted the right to die, the patients with a severe chronic disease. The pandemic has highlighted the enormous vulnerability of these patients in the exercise of their right to health protection and the need for more effective legal protection for their lives. Similarly, the health crisis allows us to re-dimension the real demands of the hypothetical recipients of the new Euthanasia’s law, and these have less to do with the right to death than with the right to life and equal access to available medical treatment.
Keywords: Euthanasia, Covid 19, Pandemics, Right to die
Introducción
La pandemia causada por el covid 19 ha cambiado en muchos sentidos nuestras vidas. Quizá sea pronto para realizar un análisis exhaustivo de su significación y de sus consecuencias a distintos niveles, pero no lo es para empezar a reflexionar sobre las lecciones que cabe extraer de esta experiencia, o, como expresa el título de este artículo, “sobre lo que puede enseñarnos”. En particular, me ocuparé a continuación de lo que la pandemia puede enseñarnos en relación con el llamado “derecho a morir”.
Como es sabido, la legalización de la eutanasia es cuestión recurrente en el panorama jurídico-político occidental (Parreiras et alt., 2016). En España, la última propuesta de creación de un “derecho a morir” o, como dice el texto legal, de un “derecho a solicitar la prestación de ayuda a morir”, inició su tramitación parlamentaria en enero de este año 2020 (Boletín Oficial de las Cortes de 31 de enero de 2020, iniciativa 122/000020).
El día 10 de marzo finalizaba el plazo para la presentación de enmiendas al texto propuesto (por cierto, como proposición de ley del grupo parlamentario socialista y no como proyecto de ley del gobierno, con la significativa reducción de trámites de audiencia e informes preceptivos que esto implica. Entre dichos informes, el del Comité de Bioética de España que, por otra parte, ha anunciado que lo redactará, en cualquier caso, en ejercicio de las competencias que le son propias, CBE, 2020).
El día anterior a la finalización del plazo de enmiendas, ya al final de la tarde, los españoles comenzamos a ser conscientes de la gravedad de la situación cuando la presidenta de la Comunidad Autónoma de Madrid decretó el cierre de los colegios. Finalmente, el día 14 el presidente del gobierno de la nación estableció el Estado de alarma.
A pesar de la emergencia sanitaria, y no sin cierta resistencia, la tramitación parlamentaria de la Proposición de ley orgánica de eutanasia ha seguido su curso y, actualmente, el plazo para enmiendas se encuentra prorrogado (entendemos que, de forma ya definitiva, salvo que las circunstancias sanitarias alteren de nuevo el calendario parlamentario) hasta el día dos de septiembre.
Así las cosas, cabe prever que el otoño traerá de nuevo al debate público la cuestión del derecho a morir. ¿Cómo la abordará nuestra sociedad post-covid?, ¿es sensato plantear el debate en los mismos términos de siempre, después de lo ocurrido?, ¿cómo se piensa el derecho a morir después de miles de muertes?, ¿quién le explica a los “héroes” de la pandemia, que lo fueron por salvar vidas, que su profesión también ha de consistir en acabar con ellas?
España tendrá, más que la oportunidad, la necesidad de responder a estas preguntas cuando la Proposición comience su discusión parlamentaria. Son, en cualquier caso, preguntas universales que toda sociedad debe plantearse, en la medida en que nos afectan de modo global.
A continuación, trataré de no centrarme excesivamente en las peculiaridades de la Proposición legislativa española (cuyas deficiencias técnicas, son, por otra parte, dignas de estudio) para poner el foco en el sentido político, jurídico y cultural de la legalización de la eutanasia en la sociedad post covid.
¿Qué puede enseñarnos esta pandemia sobre el “derecho” a morir?
La tesis que defenderé a continuación parte del presupuesto de que el debate sobre la legalización de la eutanasia y sobre la muerte como un derecho simboliza la pregunta por el puesto del sufrimiento y de la fragilidad extremas en la esfera pública, y que la legalización de la eutanasia significa, en primer lugar, la negación de esa misma condición de vulnerabilidad, sumergiéndola dentro del dominio de nuestra voluntad y haciéndola ingresar en el ámbito de la política; en segundo lugar, el derecho a morir no significa más libertad para quienes puedan ejercerlo, sino mayor vulnerabilidad para todos aquellos que se encuentren en disposición de poder solicitar su homicidio lícitamente: significa que les dejamos solos, solos con el poder de decidir que otros acaben con su vida.
Planteada así la cuestión de la legalización de la eutanasia, la lección que la pandemia puede enseñarnos, si es que queremos aprenderla, es también doble: en primer lugar, la muerte es, mucho antes que un derecho, un destino y una realidad. Podremos vivir la ilusión de que la controlamos eligiendo cuándo y cómo morimos, pero lo cierto es que la muerte llega como un inevitable final, también cuándo y cómo no queríamos.
En segundo lugar, la pandemia nos ha enseñado que esa respuesta que el derecho a morir representa no es la respuesta que, como sociedad, debemos dar a nuestros miembros más vulnerables y también nos ha enseñado que, afortunadamente, tampoco es la respuesta que queremos dar a nuestros mayores, a nuestros enfermos, a los miembros más vulnerables de nuestra sociedad.
El colapso de los recursos sanitarios nos ha demostrado hasta qué punto eran vulnerables los vulnerables. Después de lo ocurrido es difícil no percibir que lo que los enfermos precisan, sobre todo cuando pertenecen a determinados colectivos, es una mayor protección jurídica, no una reducción de las garantías que rodean su vida y el cuidado y la protección de su salud.
Y la crisis sanitaria se ha convertido, además, en la ocasión de testar cuánto de demanda social real de ser ayudados a morir puede apreciarse en nuestros mayores y enfermos, y en sus familias; hemos podido constatar a dónde apuntan sus deseos, y porqué razones están dispuestos a acudir a los tribunales. El logro de la propia muerte a demanda no ha sido, ciertamente, una de ellas. Sí lo ha sido, en cambio, el acceso a los tratamientos médicos adecuados para su dolencia y a los cuidados paliativos necesarios para aliviar su sufrimiento.
Qué significa la introducción del “nuevo derecho individual” a la eutanasia
Lo que esta pandemia pueda enseñarnos o no sobre el derecho a morir depende de cómo respondamos a una pregunta previa: ¿qué significa la introducción de un nuevo derecho individual a la eutanasia?
La Proposición de ley responde a esta pregunta realizando una serie de afirmaciones que no son, desde mi punto de vista, ni mucho menos evidentes. En primer lugar, afirma que “la presente ley pretende dar una respuesta jurídica, sistemática, equilibrada y garantista, a una demanda sostenida de la sociedad actual como es la eutanasia” (Exposición de Motivos). En segundo lugar, entiende que se trata de aumentar la libertad de aquellos que deseen recibir ayuda para morir, sin que esto implique, en ningún caso, afectación de derechos de los que, aun pudiendo solicitar la eutanasia, no la quieran para sí mismos. El legislador persigue un necesario, a su juicio, equilibrio, entre el derecho a la vida y a la integridad y otros “bienes constitucionalmente protegidos”: la libertad, la dignidad y la autonomía de la voluntad.
En mi opinión, la cuestión de la legalización de la eutanasia va mucho más allá del problema técnico-jurídico de la tipificación de determinadas conductas. Y eso que una despenalización parcial del homicidio (que deja de considerarse delito en el supuesto eutanásico) resulta siempre inquietante, y más aún lo es el tránsito directo de delito a derecho que la Proposición de ley establece (Albert, 2020).
Sin embargo, me preocupa más el hecho de que la regulación del derecho morir sea prácticamente equivalente a la normalización de la conducta que se concibe como un derecho subjetivo. El efecto pedagógico de la conversión de la propia muerte en un derecho capaz de obligar a otros no debe ser subestimado (Ollero, 2006): más que la solución de problemas jurídicos concretos que afectan a personas reales, lo que parece perseguirse con la legalización de la eutanasia es provocar un cambio cultural, una nueva forma colectiva de entender el sentido de la enfermedad, del sufrimiento, y de la muerte (Sánchez Cámara, 2019, 52).
Ese equilibrio entre bienes constitucionalmente protegidos, como la vida y la integridad, por una parte, y la libertad y la autonomía de la voluntad (o una muy determinada forma de entenderlas, vid., Poole Derqui, 2020, 33) requiere que el legislador comience por adoptar un punto de vista en sí mismo equilibrado. Esto implica, necesariamente, tener presente a todo potencial destinatario de la norma. Las leyes son de suyo generales y abstractas y, por eso, no pueden hacerse pensando en las excepciones, sino en la generalidad de los casos.
¿Quiénes son esos potenciales destinatarios de la norma? ¿las personas que deseen decidir su propia muerte? No, lo son todos aquellos a quienes la ley ponga en disposición de poder decidir su propia muerte, es decir, en todas aquellas que padecen enfermedad crónica grave (artículo 5 de la Proposición).
Efectivamente, no se trata aquí de las personas que estén en situación terminal o agónica. La Exposición de Motivos de la Proposición se refiere literalmente a personas con “enfermedad grave e incurable o de enfermedad grave, crónica e invalidante causantes de un sufrimiento físico o psíquico intolerables”.
Pero la realidad es que en el artículo 5.1., cuando se especifica quién podrá solicitar la prestación de la ayuda a morir, el sufrimiento físico o psíquico intolerable ha desaparecido por completo, quedando las exigencias legales reducidas al hecho de sufrir “enfermedad grave e incurable o padecer una enfermedad grave, crónica e invalidante” (renunciamos a entender la diferencia real entre las dos alternativas que el legislador ofrece, salvo que el sentido de la disyuntiva sea eludir el requisito del carácter invalidante de la enfermedad, puesto que el empleo de los términos “incurable” y “crónico” viene a ser redundante en este contexto).
A pesar de que estamos acostumbrados a que los debates sobre la despenalización de la eutanasia giren en torno a casos dramáticos (como lo fue en España el de Ramón Sampedro o, más recientemente el de María José Carrasco) no es a esta minoría de personas a quien se debe el legislador, por muy duras que sean sus historias y a pesar de toda la compasión que suscitan en nosotros.
El legislador ha de estar a la situación típica de la persona con enfermedad crónica grave (piénsese, por ejemplo, en los 200.000 nuevos casos de artritis reumatoide que se diagnostican cada año – por citar una de las patologías crónicas graves e invalidantes más frecuentes en nuestro país, y en la que probablemente nadie pensaría cuando se habla de eutanasia vid. (Fundación Española de Reumatología, s/f).
¿Por qué ha de tener en consideración el legislador a este destinatario tipo? Obviamente, porque es a aquel al que la ley va dirigida: el que, lo desee o no, podrá ejercer el derecho a recibir la ayuda a morir, si lo desea.
No se trata de un mero juego de palabras. El destinatario de la norma es todo paciente con enfermedad crónica grave que, tras la promulgación de la ley, sabrá que su muerte, llevada a cabo por el personal sanitario en los términos establecidos en la ley, no es un homicidio (y esto ocurre para todos los potenciales destinatarios del derecho a morir, con independencia de su posición respecto a la eutanasia).
Como ya se señaló, la Proposición modifica el párrafo 4 del artículo 143 de la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal, que tendrá, tras la aprobación de la ley, la siguiente redacción:
«4. No será punible la conducta del médico o médica que con actos necesarios y directos causare o cooperare a la muerte de una persona, cuando esta sufra una enfermedad grave e incurable o enfermedad grave, crónica e invalidante, en los términos establecidos en la normativa sanitaria.»
Pero el legislador no parece estar pensando en los miles de españoles que sufren una enfermedad grave, crónica e invalidante y cuya muerte puede dejar de ser delito. Más bien parece estar planteando la norma desde la perspectiva de aquellos que, estando en las condiciones descritas, desean su propia muerte, y, además, en vez de provocársela ellos mismos, disponiendo fácticamente de su vida, requieren que tal decisión venga reconocida no ya como una libertad, sino como un derecho que implica la posibilidad de involucrar activamente a otros, los profesionales sanitarios, hasta el punto de que lleven a cabo el homicidio del titular del derecho.
Téngase en cuenta que nuestro Tribunal Constitucional ha entendido que el suicidio forma parte del obrar lícito de cada persona (Sentencia 120/1990, de 27 de junio. Recurso de amparo 443/1990).
No se trata, por tanto, de aquellos que deseen disponer de su propia vida (lo que constituye un acto que el derecho no puede prohibir y, de hecho, no prohíbe). Se trata más bien de la situación de aquellas personas que, padeciendo una enfermedad grave y crónica, pretenden que un profesional sanitario satisfaga su deseo o voluntad de morir.
El legislador parte del presupuesto de que la futura ley no afectará a aquellos que no deseen ejercer su derecho a morir, precisamente porque lo que se garantiza es un derecho, y no una obligación, y porque la petición de ayuda para morir parte del propio enfermo y presupone, por tanto, su propia voluntad de morir.
Este planteamiento parece muy claro, pero resulta muy ingenuo. No me cabe duda de que quienes no quieran ejercer su derecho a morir se verán afectados (negativamente afectados) por la legalización de la eutanasia.
¿Qué ocurrirá con esa mayoría de personas con enfermedad grave y crónica que no desea la muerte, sino una buena muerte? Es una gran simplicidad pensar que la ley no afectará a sus vidas ni a las decisiones que tomen. “El derecho a morir de unos pocos se transformará en el deber (no jurídico, pero tremendamente eficaz) de morirse de muchos” (Albert, 2019).
Las razones que avalan esta tesis son, lisa y llanamente, de sentido común. Una vez que la sociedad interiorice que solicitar la propia muerte es una opción válida para el paciente grave, su existencia (con todo el coste económico y de recursos que implica) habrá dejado de ser ese hecho natural del que nadie es culpable para convertirse en una carga deliberadamente asumida.
Si pudiendo optar por resolver el problema que su vida representa para la sociedad, el paciente no ejerce su derecho a morir (que puede ejercer si es su voluntad, pero del que es titular también en contra de su voluntad), en cierto modo, incluso pierde legitimación para exigir cuidados y recursos: en su mano habría estado resolver de una vez para siempre el problema que, en cambio, pretende trasladar a la sociedad.
Si está vivo y sufre, podríamos decir, es fruto de su decisión, y, por tanto, no puede hacer responsables a otros de lo que él mismo ha elegido. Efectivamente, tal vez sea este el quid de la cuestión. La vida de todas las personas a las que la Proposición reconoce la posibilidad de ejercer el derecho a morir pasa de ser un hecho a convertirse en una elección: no se puede instaurar la decisión de morir sin instaurar también la decisión de vivir.
El legislador no parece haber contemplado ni los riesgos que lleva aparejada la decisión de convertir la propia muerte en un derecho, ni divisoria invisible, pero tremendamente eficaz, que ese derecho hará surgir en nuestras sociedades: la que diferencie a los que simplemente estamos vivos de los que han elegido vivir.
La presión social que con el tiempo comenzarán a sentir los potenciales titulares del derecho no solo es evidente: también será difícilmente perseguible jurídicamente, porque vendrá autoimpuesta.
Es difícil imaginar una soledad mayor que traería la concesión del derecho a morir para miles de personas que estén en situación de ejercerlo.
La situación se agrava si consideramos que los cuidados paliativos se convertirán en una alternativa a la decisión de morir. Es decir, los pacientes tomarán la decisión de morir sin haber recibido o estar recibiendo cuidados paliativos. Es cierto que en muchas ocasiones estos todavía no serán necesarios, pues la Proposición no sitúa el derecho a la muerte de modo necesario en un contexto de sufrimiento.
Pero en el caso de que así fuera, el paciente podrá optar por la propia muerte tras haber sido informado de la existencia de cuidados paliativos para su dolencia (artículo 8.1), pero sin estar recibiéndolos, aunque los necesitara. No será necesario insistir en la diferencia entre ser informado de que se pueden recibir paliativos y recibirlos efectivamente. No creo que pueda ejercerse derecho alguno de forma consciente y voluntaria sin que el dolor y el sufrimiento del paciente estén siendo controlados desde el punto de vista clínico.
Eutanasia en la sociedad Post-Covid: lo que la pandemia puede enseñarnos
El virus covid 19 no nos ha vuelto frágiles, ni vulnerables. Ya lo éramos, aunque nos obstinábamos en ocultárnoslo a nosotros mismos. La pandemia ha levantado acta de la vulnerabilidad del ser humano con tal eficacia que probablemente no podamos volver a cerrar los ojos ante nuestra propia finitud. Esto no me parece irrelevante para el asunto que nos ocupa.
Pocos días después del inicio de esta crisis sanitaria, la Pontificia Academia para la Vida (PAV, 2020) reflexionaba sobre la “desestabilidad existencial” que la pandemia estaba provocando. Nuestra conmoción ante la enfermedad y la muerte que escapa a nuestro control tiene que ver, como el propio documento refleja, con el sentimiento más o menos consciente de que el desarrollo científico y tecnológico nos protegería de cualquier mal acechante. La “euforia tecnológica y gerencial” en la que vivíamos ha dado paso a un pesimismo acaso tan injustificado como la propia efervescencia cientificista en la que andábamos culturalmente inmersos.
La pandemia nos brinda una oportunidad magnífica para deshacernos del tabú en que se había convertido nuestra condición mortal. Morir es, antes que un derecho, una “obligación” que todos cumplimos.
La reivindicación de la eutanasia tiene algo de imposibilidad de asumir que no tenemos el control total sobre nuestras vidas, ni sobre nuestras muertes. Como ha descrito Hendin, indagando en las raíces psicológicas de la reivindicación de la eutanasia, el acto de provocar la muerte es una forma de controlar la enfermedad cuando ésta se escapa a nuestro control (Hendin, 2009).
Si asumiéramos de nuevo que el mundo y nuestra propia vida no están ahí para convertirse en el objeto de nuestro dominio, es muy probable que nos dispusiéramos frente a la muerte con una actitud diversa.
A Hans Jonas ya le parecía extraña la combinación de las palabras “derecho” y “morir” (Jonas, 1978), ¿qué extrañeza no debería provocarnos a nosotros tras la experiencia, insólita para nuestra generación, de tantas muertes no deseadas?
Podemos convertir la muerte en una elección, pero de suyo no es elección, sino destino. Por más que, como sociedad, decretemos que la muerte cae bajo nuestro control y hagamos de ella objeto del poder político, nuestra condición de mortales no variará un ápice.
Y tampoco seremos más libres. La legalización de la eutanasia priva a todos los enfermos de una primera libertad: la de decidir si desean o no poder ejercer el derecho a morir. Este se les otorga sin preguntarles, convirtiendo ya, de antemano, su homicidio en un hecho potencialmente no punible.
¿Se garantiza que su decisión de morir sea auténtica? A mi juicio no en todos los casos, desde el momento en que, como antes señalamos, no se garantiza la universalidad de los cuidados paliativos, sino que estos se plantean como una alternativa a la eutanasia. Sin alivio del sufrimiento, ¿quién tomará una decisión libre y voluntaria? Tampoco se adoptan especiales garantías para los pacientes con enfermedad mental, que, como es sabido, pueden manifestar ideación de suicidio como un síntoma patológico (Olié y Courtet, 2016).
La perspectiva de los profesionales sanitarios tampoco puede ser desdeñada. Esta crisis sanitaria ha supuesto un revulsivo en el debate sobre su propia identidad, sobre los fines y virtudes propias de las profesiones sanitarias (Del Río et al., 2020). No se han convertido en héroes por “ayudar a morir”, sino por salvar vidas, incluso poniendo en riesgo la suya propia. El derecho a morir significa para ellos la obligación de matar, bien sea administrando al paciente el fármaco letal, o bien prescribiéndolo para su autoadministración. El reconocimiento de su derecho a la objeción de conciencia no debería tener como consecuencia que se eluda el debate sobre la legitimidad de las obligaciones que la ley hace recaer en los profesionales sanitarios. La crisis sanitaria nos ha enseñado que su sentido y misión genuinas están muy lejos de proporcionar la muerte a demanda del paciente.
La segunda cuestión sobre la que venimos llamando la atención del lector tiene que ver con la presunta demanda social de legalización de la eutanasia, o para ser más exactos, con la demanda social de ejercicio del derecho a la eutanasia. Son cuestiones diversas pero conectadas entre sí. Se podrá objetar que puede existir demanda de legalización sin equivalente demanda de ejercicio. La mayoría de los españoles también está a favor del matrimonio entre personas del mismo sexo y, sin embargo, este no es elegido mayoritariamente como opción vital. Lo importante es, en realidad, la creencia de que tal libertad deba ser garantizada jurídicamente.
Del mismo modo, los españoles se manifiestan a favor de la existencia de la libertad de morir, aunque cuando enferman no suelen querer hacer uso de ella. Pero ¿puede crearse un derecho cuando tenemos razones para creer que su reconocimiento supondrá un daño a terceros?, ¿somos conscientes de los riesgos que esta libertad implica para quien, pudiendo, no quiera ejercerla?, ¿qué sentido tendría asumir esos riesgos para salvaguardar una forma de entender la libertad que no es relevante socialmente?
Es cierto que, cada año, las encuestas nos dicen que la mayoría de los españoles está a favor de la eutanasia. La Asociación Federal Derecho a Morir Dignamente (2019) indicó que “Todas las encuestas revelan que una amplia mayoría de la ciudadanía apoya que se despenalice la muerte asistida y se regule con garantías. Las más reciente, de Metroscopia (2019) y de Ipsos (2018), elevan el apoyo al 87% y 85% de la población, respectivamente”.
Pero realmente, ¿cuántos españoles recurrirían, hoy día, a la muerte asistida?
Las encuestas reflejan seguramente lo que los españoles opinan sobre una muerte con sufrimiento “en tercera persona”. Reflejan las opiniones de los sanos, pero no de los enfermos (De la Tour, 2018), dejemos al margen la polémica sobre el posible sesgo proeutanásico de los cuestionarios.
Pero, cuando llega la hora de la verdad, ¿qué desean el enfermo y su familia?, ¿qué nos ha enseñado la pandemia sobre esto?
En Europa, un enorme porcentaje de fallecidos a causa del covid-19 eran personas mayores. Las últimas cifras en España hablan de 19. 572 personas fallecidas en residencias de ancianos, el 69% del total de las muertes notificadas por el ministerio de Sanidad. La OMS, por su parte, ha señalado que aproximadamente la mitad de los fallecidos en el mundo por covid han muerto en residencias de ancianos.
Las cifras son elocuentes, pero no solo se trata de un problema cuantitativo. Las condiciones de soledad y/o de privación de recursos sanitarios en las que esas muertes se han producido han generado un debate social sobre la forma en la que, como sociedad, hemos tratado a nuestros mayores, sobre si este era el final que merecían, en definitiva, sobre lo que esos miles de muertes dicen de nosotros.
En su última rueda de prensa semanal, el responsable de la OMS, Hans Kluge transmitía un sentir común al afirmar que, en Europa, el cuidado de los mayores ha supuesto "un olvido durante mucho tiempo". Continuaba afirmando: "Heredamos los valores europeos y nuestras oportunidades de esas generaciones pasadas, por lo que debemos cuidar de ellas, es nuestro deber y no podemos dejar a nadie atrás" (Kluge, 2020).
Lo cierto es que, en España, como en otras partes del mundo, lo que los pacientes han demandado ha sido el acceso a tratamiento médico, su derecho a curarse, a recibir toda la atención y los recursos sanitarios necesarios para la protección de su salud. Y su privación por causa de la emergencia sanitaria, ese sentirse excluidos del derecho a acceder a tratamiento médico por razones de edad, o de discapacidad, ha movilizado a un gran número de víctimas, que no han dudado en emprender la vía judicial en busca de respuestas.
La Fiscalía General del Estado mantiene 194 diligencias civiles y otras 240 investigaciones en relación con la gestión de la crisis del coronavirus en las residencias de ancianos. La sección octava de la Sala de lo contencioso-administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Madrid se ha pronunciado ya reiteradamente a favor de la existencia de un deber jurídico de intervención sanitaria de las residencias de ancianos a instancias de distintos ayuntamientos madrileños, que solicitaban se arbitraran los mecanismos necesarios para que los residentes tuvieran el acceso debido a la asistencia sanitaria.
Más de tres mil personas, organizadas en torno a la plataforma “Asociación de afectados por el covid-19” se han querellado contra el gobierno, acusándole del homicidio de los fallecidos en la pandemia. La misma plataforma ha presentado después, en el mes de junio, una denuncia ante la Corte Penal Internacional contra Pedro Sánchez, por el “genocidio” de 50.000 personas.
Se trata, en realidad, de un fenómeno global que no se entiende adecuadamente desde la lógica estrictamente técnico-jurídica pero sí desde lo simbólico, desde la herida en el sentimiento del Derecho que tantas muertes acontecidas sin la debida atención sanitaria han causado en todo el planeta.
La plataforma “Noi denunceremo” en Bérgamo, Italia, no ha dudado en plantear acciones legales contra los que considera causantes de las muertes producidas, las mismas que el fiscal de París, Rémy Heitz, ha reconocido estar recibiendo de modo masivo. Por el momento, la más importante de estas acciones colectivas es la instada por más de 5000 personas en Austria, en el pueblo de esquí de Ischgl, contras las autoridades que no cerraron a su debido tiempo la estación, causando miles de contagios.
España está mayoritariamente a favor de la legalización de la eutanasia. Pero cuando el virus ha puesto en peligro la vida de miles de españoles, lo que esa gran mayoría social ha demandado no ha sido el derecho a recibir ayuda para morir, sino el derecho a acceder a tratamiento médico y a todos los recursos existentes en nuestro sistema de salud, sin discriminación por razón de edad, de discapacidad o de estado de salud previo al contagio; segunda, recibir unos cuidados paliativos de calidad, y, muy singularmente, poder acompañarlos en sus últimos momentos.
Nuevas pandemias en la sociedad post-eutanásica
¿Qué habría ocurrido si esta pandemia hubiera tenido lugar tras la aprobación de la Proposición de ley orgánica de eutanasia? O, planteado, en otros términos, ¿qué ocurrirá si la Proposición se aprueba durante el otoño y a la aprobación sucede un nuevo repunte del virus, de modo que volvamos a pasar por una emergencia sanitaria, pero con la eutanasia reconocida como un derecho individual?
La enfermedad crónica grave es algo relativamente frecuente en personas mayores, también en personas con discapacidad. Los dos colectivos que se han visto en mayor medida afectados por la crisis sanitaria coinciden en líneas generales con aquellos que podrán ejercer el nuevo derecho, es decir, aquellos que tendrán la libertad de morir, los que podrán elegir vivir.
Ante la escasez de recursos sanitarios, algunas sociedades científicas, en España como en otros países, propusieron en diversos documentos criterios de acceso a ciertos tratamientos necesarios pero insuficientes, en los que se priorizaba a aquellos pacientes que pudieran rentabilizar con más éxito el empleo del recurso sanitario (Vid., Semicyuc, 2020).
El colectivo de personas con discapacidad reaccionó pronto y eficazmente, denunciando la adopción de algunos de estos criterios como contraria al derecho fundamental a la vida y al derecho a la protección de la salud (que, en España es un verdadero derecho subjetivo y no un mero “principio rector” de la política social y económica, Talavera, 2015, 120). “España es un Estado comprometido con los Derechos Humanos no se puede consentir dar un mensaje de que las personas con discapacidad son descartables, son objetos y no sujetos de derechos. No se puede, sacrificar a nadie por una presunta eficiencia de la vida” (Comité Español de Representantes de Personas con Discapacidad [CERMI], 2020).
El Defensor del Pueblo se pronunció al inicio de la crisis sanitaria asegurando que "no es aceptable" que "determinados profesionales y expertos sanitarios de reconocido prestigio" estén "sugiriendo 'sacrificar' a personas con discapacidad por esa sola condición, a la hora de administrar los medios asistenciales disponibles" para afrontar la crisis del coronavirus (CERMI, 2020).
Lamentablemente, la discriminación por razón de edad no encontró un movimiento asociativo fuerte y compacto para hacerle frente. El drama acontecido en las residencias de ancianos probablemente obedezca a diversas razones, pero una de enorme peso es la existencia de protocolos de derivación hospitalaria que excluían por razón de edad o de comorbilidad a la gran mayoría de los residentes.
Ya al comienzo de la crisis sanitaria, la Asociación española de bioética y ética médica ya recordaba la interdicción de toda forma de discriminación en el acceso a la protección de la salud, haciendo hincapié en la situación de las personas mayores y con discapacidad (Asociación Española de Bioética y Ética Médica [AEBI], 2020).
Las reacciones del Comité de Bioética de España (CBE, 2020, 2) y del propio Ministerio de Sanidad (2020), ante las primeras medidas sugeridas por las sociedades científicas para abordar la escasez de recursos, exigiendo la garantía de la protección de la salud de las personas mayores o con discapacidad, nos hablan de la amenaza real que se cernía sobre las personas pertenecientes a estos colectivos.
Si en un futuro próximo debemos hacer frente a otra pandemia como la que aún estamos superando, parece lógico confiar en que estaremos en condiciones de reaccionar de forma mucho más eficiente y que seremos capaces de adoptar las medidas necesarias para no llegar a una situación de colapso hospitalario como el que se ha vivido en algunas ciudades españolas.
Ya hemos visto cómo la mentalidad utilitarista ha condicionado la elaboración de los criterios de priorización de la asistencia sanitaria, en detrimento del adecuado ejercicio del derecho a la protección de la salud de miles de personas cuya condición impide la maximización del beneficio en el empleo de los recursos sanitarios (Montalvo y Bellver, p. 247).
Sin ninguna norma que afirmara que todos ellos podrían encontrar lícitamente la muerte a manos de los profesionales sanitarios que les atienden, la pandemia ya ha demostrado que sus vidas son trágicamente frágiles, que, de alguna manera, no valen lo mismo que las nuestras.
¿Qué riesgos no tendrán que afrontar cuando su vida, efectiva y legalmente, no sea como la nuestra? La vida de las personas con enfermedad crónica grave se convertirá, cuando la Proposición se apruebe, en el fruto de una decisión de vivir, decisión a la que se les aboca (sin preguntarles) desde el preciso instante en el que se les reconoce el derecho a morir.
Toda despenalización (y el reconocimiento del derecho a la eutanasia es, no se olvide, una despenalización parcial del homicidio) supone como es obvio la desprotección del bien jurídico al que obedecía la existencia del tipo penal. Incluso si la eutanasia no fuera un derecho, sino una acción meramente lícita, el bien jurídico protegido por el artículo del código penal que se deroga (la vida del enfermo) queda a partir de la derogación sin protección efectiva en la vía penal. En el caso de que la despenalización vaya acompañada de la creación de un derecho, pasando el homicidio de la persona enferma de delito a derecho, esa desprotección se acentúa aún más y se blinda jurídicamente en nombre de la autonomía personal.
Además, las consecuencias de formar parte del colectivo de los que han decidido vivir no se harían esperar: cuando pudiendo optar por la muerte se opta por la vida, también de alguna manera se asume la responsabilidad por estar vivo y se resta legitimidad a las exigencias de acceso a recursos sanitarios.
Por otra parte, la legalización de la eutanasia perturba gravemente la confianza básica que debe fundamentar la relación entre el paciente y el personal sanitario que le atiende. Si durante la pandemia muchos mayores y personas con discapacidad sentían recelos a la hora de acudir al médico, ¿qué expectativas podrían tener si ese mismo médico estuviera facultado jurídicamente para “ayudarles” a morir? Claro que la muerte siempre acontecería a petición del propio paciente (ya me he referido las graves deficiencias del texto con relación a de las condiciones de prestación del consentimiento por parte del paciente) pero lo esencial es que nos encontraríamos ante una relación en la que la intangibilidad absoluta de la vida se somete a excepción y, además, se somete a una excepción asimétrica: el paciente no podría ayudar a morir al médico por más que este último se lo pidiera de forma seria y reiterada.
En definitiva, hemos vivido una emergencia sanitaria en cuyo contexto tenemos razones para pensar que se han producido situaciones de discriminación respecto a ciertos colectivos en lo que al acceso de la protección de la salud respecta. Esta lamentable situación ha tenido lugar en un contexto donde la finalización de ninguna vida, en ningún caso, podía considerarse jurídicamente lícita; en un contexto donde toda vida es apreciada como un bien jurídico que el derecho debe defender sin fisuras, ¿qué ocurrirá cuando esa protección jurídica no sea igual para todos en nombre de la “libertad” de unos pocos?
Conclusiones
- La pandemia nos ha enseñado que la muerte es una realidad, mucho antes que un derecho. Una realidad que se cierne sobre todo ser humano, y que amenaza en situaciones de crisis de modo muy especial a los que son más vulnerables. Nos ha enseñado que la inmensa mayoría de las personas lo que quieren cuando enferman es ser curadas, y que su demanda básica es la de acceso a los tratamientos médicos disponibles para su patología y, cuando es preciso, a los cuidados paliativos. Nos ha enseñado que la amenaza que se cierne sobre esas vidas más frágiles no es imaginaria, es muy real, y que lo que precisan, por tanto, es una mayor protección jurídica de sus vidas y del cuidado de su salud.
- Conceder a los enfermos el derecho a la eutanasia nos encaminaría en la dirección contraria a estas necesidades. Significaría desproteger jurídicamente esas vidas más vulnerables; significaría que habría personas cuya muerte no se considerará homicidio cuando se realice en las condiciones legalmente establecidas. Significaría trasladar a los enfermos la responsabilidad de estar vivos, hacer recaer el peso de sus vidas enfermas sobre sus propios hombros.
- Si la pandemia nos ha demostrado que somos muy capaces de discriminar sistemáticamente a miles de personas por razón de la fragilidad de su salud, reconocer el derecho a morir de esas mismas personas implicaría un aumento exponencial de las posibilidades de que se las vuelva a discriminar en el futuro, cuando, oficialmente, sus vidas sean prescindibles (siempre, claro está, bajo su propia y aún más frágil voluntad).
- Pero la pandemia también nos ha enseñado que la mayoría de nosotros no queremos algo así para los mayores, ni para las personas con discapacidad. La pandemia también nos ha mostrado que somos capaces de organizarnos para defender a los más vulnerables, y que estamos dispuestos a emplear todos los medios que el Estado de Derecho ponga a nuestra disposición para proteger sus vidas cuando están amenazadas.
- Urge abrir un debate social más allá de slogans y anécdotas para abordar con serenidad y profundidad la consideración jurídica de la vida gravemente enferma. Desde mi punto de vista, la base común para el diálogo, su punto de partida no puede ser otro que la convicción del idéntico valor intrínseco de toda vida humana, y, por tanto, la garantía de la protección jurídica de la vida y la salud de los miembros más frágiles de nuestras sociedades, en idénticas condiciones que el resto.
- Antes de conceder el derecho de elegir morir, preguntémonos si es justo que un ser humano sea puesto en la tesitura de elegir vivir, pues es precisamente en esa tesitura donde el derecho a la eutanasia nos colocará, antes o después, a casi todos nosotros.
Bibliografía
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Citas
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