Resumen

El proceso de constitucionalización del derecho, más precisamente del derecho civil, ha provocado una serie de cambios positivos para la protección de los derechos fundamentales; no obstante, es preciso mencionar que, previo a dicho paso, se debió realizar una “civilización” del derecho constitucional, es decir, una incorporación progresiva de algunas figuras propias del derecho privado en la Constitución con el fin de resguardar los intereses de los particulares. En ese sentido, el presente estudio busca reivindicar los orígenes civilistas de la protección de la persona y sus intereses, haciendo un repaso histórico desde el fenómeno de la codificación hasta cómo el actual Código Civil de 1984 ampara, dentro del fuero civil, la protección de la persona.

Palabras clave: Derecho civil; Derecho constitucional; Violación de los derechos humanos.

Abstract

The process of constitutionalization of law, more precisely of civil law, has caused a series of positive changes for the protection of fundamental rights; however, it is necessary to mention that, prior to this step, a "civilization" of constitutional law had to be carried out, that is, a progressive incorporation of some figures of private law in the Constitution in order to protect the interests of people. In that way, the present study seeks to vindicate the civil origins of the protection of the person and their interests, making a historical review from the phenomenon of codification to how the current Civil Code of 1984 protects, within the civil jurisdiction, the protection of person.

Keywords: Civil law; Constitutional right; Violation of human rights.

Introducción

Suele ocurrir que muchos de los que somos interesados en temas de teoría general del derecho, entre los que se incluyen debates contemporáneos sobre los derechos humanos en torno a la bioética, solemos tener un error frecuente: centrarnos casi exclusivamente en textos constitucionales, como si estos fueran la única fuente del derecho que contempla la protección de la persona.

Con lo anterior, no buscamos negar o cuestionar la legitimidad de los textos constitucionales, ni mucho menos la doctrina y jurisprudencia que han nacido fruto de ello. Todo lo contrario, el reconocimiento constitucional de los derechos fundamentales ha sido crucial para consolidar ordenamientos jurídicos que velen por las personas, tal y como trataremos de desarrollar más adelante.

Así, el principal objetivo del presente texto es una reivindicación histórica, si cabe el término, del derecho civil como el antecedente por excelencia en lo que respecta a la protección del individuo. No se trata de menospreciar una fuente por otra, como usualmente se acusa, sino de reconocer al derecho como fuente primigenia del derecho constitucional moderno.

Si bien el marco constitucional permite establecer una serie de garantías en favor de un debido respeto a los derechos fundamentales, no por ello se debería obviar la protección que, paralelamente, le brinda el derecho civil, siendo que ambas ramas tienen el mismo objetivo común: colaborar, desde sus respectivas competencias, con un estado de bienestar del individuo afectado por una conducta dañina.

Hay que tomar en cuenta que, si bien hoy entendemos la necesidad de vivir bajo un estado constitucional de derecho, donde se entiende que no existen zonas exentas de control constitucional; ello no siempre fue así, siendo que las primeras normas de obligatorio cumplimiento en relación a la protección de la persona se dieron en el ámbito del derecho privado en el siglo XIX. Por supuesto que el tratamiento normativo no era perfecto por aquella época, es más, como se verá más adelante, eran normas muy precarias si las comparamos con las de hoy en día; no obstante, ello no quita que hayan servido de base para la normativa constitucional con la que contamos hoy en día.

Dicho lo anterior, sirva el presente artículo como un homenaje a la historia del derecho privado, reivindicando la urgencia de una complementación entre las diversas ramas que componen su estudio, con el fin de asegurar una protección más integral de la persona, sobre todo en un periodo de la historia en donde algunos rasgos del denominado pensamiento posmoderno han conllevado a una infravaloración de la dignidad humana, como el presente autor Santome (2021) desarrolló en un artículo anterior.

El derecho privado en el siglo XIX

Con el fin de darle un orden claro a nuestra exposición, consideramos necesario que se pueda partir de un punto determinado de la historia. En ese sentido, para efectos prácticos del presente trabajo, vamos a considerar al siglo XIX como nuestro punto de referencia, principalmente por la publicación del aún famoso Código Civil francés en 1804, fuente principal del derecho privado cuya influencia no solo recorrió Europa, sino varios países de América Latina, incluyendo al Perú.

Nuestro punto de inicio: El Código Civil francés de 1804

Años posteriores a la revolución francesa de 1789, se instalaron, bajo la figura del nuevo régimen, una serie de nuevas normas que buscaron reflejar los conocidos tres principios del movimiento revolucionario: libertad, igualdad y fraternidad. De esta forma, en 1791 se proclamó la primera Constitución francesa, la cual es reconocida por contener en su preámbulo la denominada “Declaración de derechos del hombre y del ciudadano” (Rubio, 2015).

Sin embargo, hay que tomar en cuenta que, para aquel entonces, un rasgo característico de las constituciones (por ejemplo, la francesa) era que, a diferencia de lo que podemos considerar hoy en día, su contenido era declarativo, es decir, no era vinculante (Miranda, 2016), siendo que era una norma política que se dirigía únicamente a regular las relaciones entre los individuos y el Estado sin mayor desarrollo sobre el ámbito privado (Landa Arroyo, 2014). Es decir, respondía a lo que clásicamente se denomina temas de derecho público.

Para ello, partimos de una concepción clásica planteada por Espinoza (2010), en el sentido que, dentro de los diversos hechos jurídicos que se pueden encontrar en la sociedad, existirán hechos relacionados a temas propios de la comunidad y su gobierno, lo que se conocerá como derecho público. No obstante, el carácter político de estos preceptos, distaba mucho de las relaciones jurídicas propias de la vida cotidiana de los individuos, lo que se conoce como derecho privado, en donde los intereses que entrarán a ser regulados responden a la esfera individual de los ciudadanos.

De ese modo, dado el carácter no vinculante de la Constitución en la vida cotidiana de los individuos en sus relaciones interpersonales, en realidad fue el Código Civil francés, conocido como Code, el que adquirió una mayor relevancia dentro de la ciudadanía, al contemplar una regulación sobre los aspectos cotidianos de la vida, por ejemplo, respecto a la libertad de contratar, de hacer empresa, las relaciones familiares, de herencias, etc. Dado ese escenario, donde el Code francés se consagraba como la norma principal para la vida de los franceses, no es de sorprender que, hasta hoy, un sólido sector de la doctrina lo reconozca como la auténtica Constitución francesa, dado el sentimiento de legitimidad que despertaba (Cabrillac, 2013).

Por tanto, dado su valor no solo a nivel normativo, sino axiológico, no es de sorprender que el Codefrancés despertara una sólida influencia no solo en el Perú, sino a nivel latinoamericano, siendo que influyó también en numerosos cuerpos normativos de la región. Como un ejemplo puntual, se puede citar los Códigos Civiles de Bolivia y Haití, los cuales fueron una copia textual del Code(Varsi, 2012). Posteriormente, en un hecho histórico para el derecho Civil latinoamericano, se promulgó el Código Civil peruano de 1852, el cual, a diferencia de los anteriormente citados, buscó no copiar, sino adaptar los valores estipulados en el Codea la realidad del país.

Ahora, como bien se mencionó el Code francés tuvo la idea de reflejar los valores de la revolución francesa en la vida cotidiana de los ciudadanos, reconociendo una valoración de la autonomía privada para llevar a cabo su proyecto de vida, aunque más enfocados en términos socioeconómicos, principalmente exaltando el derecho a la propiedad.

Y es que, aunque parezca contradictorio, la persona humana y su dignidad no eran vistos como el centro y fin último de la legislación civil. Al respecto, las corrientes ilustradas de la época concibieron el reconocimiento de una esfera de derechos, como el derecho de propiedad, con carácter absoluto, omitiendo consideraciones comunitarias, es decir, se imponía una concepción individualista del ser humano, contraviniendo la faceta social de la persona (Fernández Sessarego, 2018).

El BGB alemán y la sofisticación del derecho civil

Más allá de las claras limitaciones del Code francés, es innegable reconocer la fuerte influencia que tuvo en la historia del derecho civil. Y es que, a diferencia de lo que ocurría en el plano constitucional, se había constituido una norma vinculante destinada a reconocer los principales derechos y obligaciones en la vida cotidiana de los individuos.

Sin embargo, hacia fines del siglo XIX, se originó en Alemania una notable sofisticación de la propuesta francesa, que buscaba aterrizar algunas de las principales críticas que, ya para entonces, se venían haciendo en torno al texto francés.

Al respecto, la Escuela Histórica alemana de Savigny originó el surgimiento del concepto Volkgeistcomo forma de condensar la conciencia colectiva del derecho, revalorizando las costumbres y el interés social como fuente del derecho privado (Posadas, 2018). De ese modo, el denominado BGB alemán (que proviene de las siglas correspondientes al alemán BürgerlichesGesetzbuch), a diferencia de su símil francés no buscó crear una nueva legislación desde cero, sino que buscó enfocarse en el reconocimiento de las costumbres de los pueblos alemanes, enfatizando la idea de que el ser humano es un ser colectivo, por lo que no se podría omitir la configuración de su mundo a su esfera social.

Del mismo modo, como se ha desarrollado en otras investigaciones, más allá de la clara referencia al ámbito social de la persona, el BGB alemán se caracterizó por ser una variante sofisticada de lo que fue el Code francés; por un lado, siguió siendo un Código liberal y no centrado en la persona, más allá del reconocimiento de las costumbres germánicas (Posadas, 2018). No obstante, buscó ser más sistemático que la versión francesa, con el fin de darle mayor coherencia y orden al BGB, y, sobre todo, darle un significado claro, amplio y desarrollado a las principales instituciones que componían el derecho privado (Wacke, 2013).

Los aportes más importantes del Siglo XIX

Habiendo repasado tanto los principales aportes del Code francés como del BGB alemán, es pertinente mencionar la base que nosotros encontramos en ambos instrumentos en torno al reconocimiento de los intereses del individuo. Así, más allá de que muchos artículos tanto de uno como de otro Código hoy sonarían desfasados, sobre todo en relación al rol secundario de las mujeres o a la relación discriminatoria respecto de los hijos no matrimoniales, hay que reconocer que fueron estos instrumentos los que, cuando no se entendía aún la función vinculante de las constituciones, trataron de mantener determinado orden dentro de la comunidad en lo que respecta a las relaciones entre privados, velando por al menos, reconocer determinados sus derechos.

En este punto es válido señalar que no se está desconociendo la relevancia de las constituciones. Y es que, sin duda estas resultaron ser un pilar fundamental en la nueva concepción de Estado; no obstante, nosotros partimos de la idea de que no había una clara delimitación práctica de sus preceptos en la vida cotidiana, siendo que, más allá de las cuestiones de orden público enunciadas en las constituciones, las principales relaciones jurídicas que se realizaban en la sociedad se regían por los preceptos del Código Civil, dado el objetivo que tenía dicho instrumento.

Del mismo modo, se debe mencionar cómo ambos Códigos se encargaban de recepcionar las principales instituciones propias del derecho privado para su posterior legislación. De ese modo, no solo se reguló la más que necesaria libertad para contratar, esencial para el desarrollo de los comercios, sino que se reconocieron, por herencia del derecho romano, otras instituciones fundamentales para el desarrollo integral de la persona, como la familia, el matrimonio y la capacidad para poder heredar (Díaz, 2022).

Este perenne reconocimiento de las principales instituciones que componían la vida de los ciudadanos resultaba esencial con el fin de determinar los bienes jurídicos que se estimaban valiosos. En ese sentido, se daba por sentado que no se podía entender la vida cotidiana sin una regulación clara y vinculante respecto a estas instituciones, lo cual sin dudas debe destacarse.

No obstante, los términos en que fueron planteados los derechos subjetivos en ambos Códigos son sumamente cuestionables, principalmente por el carácter ilimitado que se les dan a estos derechos, lo que complicaba su lícito ejercicio, lo cual provocó la creación de una figura siu generis: el abuso del derecho (Fernández Sessarego, 2014). Así, se podría decir que, por buena parte del siglo XIX, si bien hubo un destacable reconocimiento a la voluntad de los individuos para autodeterminar su esfera de derechos, no hubo una clara delimitación de los límites en su ejercicio, lo que complicaba la vida comunitaria.

El siglo XX: La nueva relación entre derecho privado y el derecho público

La entrada del siglo XX no solo trajo mejoras en la tecnología y en la calidad de vida de las personas, sino también una serie de eventos que, por su efecto en la vida social y económica, terminaron por cambiar la forma en que se entendía el derecho, principalmente las dos guerras mundiales que la humanidad tuvo que sufrir. Estos trágicos eventos conllevaron a que se llegue a la conclusión de que, para poder salvaguardar los derechos de la persona, era necesario no solo una normativa clara respecto al debido respeto entre privados, sino también una norma vinculante que obligue a los Estados a velar por la defensa del individuo.

De la separación a las “áreas comunes”

Hasta este punto de la historia, el derecho privado se guiaba bajo los parámetros de sendos Códigos civiles y el derecho público bajo los preceptos y lineamientos de las respectivas constituciones de cada país (Landa, 2014). De esta forma, se partía de la clásica diferencia entre el derecho privado y derecho público, como dos ámbitos del derecho con claras y delimitadas funciones y marco de aplicación.

Dicha diferencia, incluso hasta nuestros días, es defendida por buena parte de la doctrina, que insiste en que, para un debido funcionamiento del derecho, se debe demarcar, por un lado, el derecho de los ciudadanos en el marco de relaciones jurídicas horizontales y en un plano de igualdad; y por otro, el derecho propio del Estado, que se relaciona verticalmente con sus gobernados en una clara diferencia de poder (Espinoza, 2010).

Hasta este punto, no debería sorprender que existieran cuestiones que, por no ser temas “de Estado” (entiéndase, temas en torno al acceso al poder, a división de poderes, distribuciones de funciones, etc.), se rigieran exclusivamente bajo el sistema del derecho privado, dándoles a los particulares un mayor ámbito de autonomía normativa en torno a sus actividades cotidianas.

Al respecto, está marcada diferencia acompañó a la humanidad por buena parte de su historia; sin embargo, el acontecer de la primera guerra mundial y de la denominada “depresión del 29”, provocaron una serie de crisis sociales y económicas que determinaron un cambio en la manera de cómo el derecho era entendido (Rubio, 2015). De esta forma, principalmente, estas crisis conllevaron a que, en un primer momento, el derecho privado se subdivida en una serie de ramas, antes todas comprendidas por el derecho civil clásico, consolidando lo que ahora denominamos derecho laboral, derecho mercantil, derechos de autor, entre otras (Rubio, 2015; Espinoza, 2010).

No obstante, se debe tener en cuenta que el sentido de esta tendencia “ramificadora” era que cada una de estas nuevas ramas del derecho pueda desarrollarse de manera autónoma, creando mejores condiciones para la debida protección de los individuos. Y es que, a partir de las primeras décadas del siglo XX se comienzan a integrar lo que en un principio se denominó derecho público y derecho privado, entendiendo que ambos espacios eran necesarios para poder cubrir de manera más integral las necesidades de los individuos.

Y es que, tras una guerra mundial y una crisis económica como la ocurrida en 1929, era ya un hecho que el Estado no podía dejarle a los privados el espacio casi ilimitado que tenían respecto de su capacidad de autonomía normativa. De ese modo, se comenzó a vislumbrar la necesidad de que el Estado tenga una mayor presencia como principal garante de los derechos subjetivos, en tanto ello debiera ser considerado como un tema que no solo era incumbencia de los privados, sino que era un tema de interés público.

Sobre este punto vale recordar lo mencionado líneas arriba: las constituciones por aquel entonces no contemplaban una fuerza vinculante en torno a la protección de derechos, siendo que dicho espacio era materia de los respectivos Códigos civiles. Con esta nueva concepción en torno a la protección de los derechos fundamentales, la nueva noción acerca de las competencias del Estado admitía la posibilidad de comprometer al Estado en dicha labor, siendo que, de omitirse, podría llevar a nuevas afectaciones como las conocidas a inicios de siglo XX.

La consagración del Estado Constitucional de Derecho

Tiempo después, con las terribles consecuencias producidas por la posterior segunda guerra mundial en torno a la violación sistemática de derecho humanos, se tomó un nuevo rumbo respecto del rol de los Estados respecto de la protección de los derechos fundamentales de su población. De ese modo, es que surgió la consagración de la idea del estado constitucional de derecho, como una forma política que, regida por la Constitución, busca crear un sistema de garantías para el libre y ponderado ejercicio de los derechos de sus ciudadanos, debiendo la Carta Magna irradiar al resto de normas con el fin de crear un sistema jurídico sólido e idóneo (Haberle, 2003).

De esa manera, dicha tendencia tomó forma cuando en 1948 se estableció la Declaración Universal de Derechos Humanos, como un instrumento que, aunque no vinculante, fue el origen del compromiso de la comunidad internacional por asumir la universalidad de los derechos fundamentales por encima del principio de legalidad, el cual imperaba entre los juristas de la época. Al respecto, se ha sostenido que era una necesidad imperante reconocer a nivel de la comunidad internacional la existencia de derechos universales, los cuales deberían estar por encima de las normas, limitando su contenido en caso atenten contra estos (De Lora, 2006).

Fue así que el paradigma del derecho cambió, colocando a la Constitución como una norma superior que establece no sólo límites del poder público frente a la ciudadanía, sino mecanismos de control idóneos para que los derechos fundamentales sean respetados en cada uno de las esferas en donde se relacionan los individuos (Díaz, 2022). Este tipo de actuación ha servido para consolidar la idea de democracia como una forma de gobierno donde no solo se garantice una igual capacidad de elegir a las principales autoridades, sino como un espacio donde, en un marco de armonía y sana convivencia con sus semejantes, las personas puedan desarrollar sus proyectos de vida bajo el amparo de una norma supralegal. A este fenómeno, buena parte de la doctrina ha denominado “la constitucionalización del derecho civil”.

¿La “constitucionalización del derecho civil” o la “civilización del derecho constitucional”?

El fenómeno de la constitucionalización del derecho, en particular del derecho civil, sin duda alguna ha traído una serie de ventajas y aportes que deben reconocerse; al respecto, el presente trabajo no busca cuestionar ello. Ante una sociedad donde el principio de legalidad imperante hasta el siglo XIX no ofrecía condiciones para que en las relaciones entre privados pueda darse una convivencia respetuosa de los derechos fundamentales, era necesario que, en aras de darle una mayor estabilidad a la protección de dichos derechos, la Constitución irradié al resto del ordenamiento ciertos parámetros de obligatorio cumplimiento.

Al respecto, me gustaría resaltar una cita del profesor Alfonso García Figueroa:

(...) Cuando el ordenamiento jurídico está constitucionalizado, los juristas consideran la Constitución como una verdadera norma jurídica y no como una simple declaración programática y ello presente consecuencias importantes en diversos planos: los juristas aceptan la normatividad de la Constitución; la dogmática desarrolla una teoría del derecho atenta a este fenómeno y la teoría del derecho gesta bajo un punto de vista interno (el del jurista) un nuevo concepto de derecho. (García, 2009, p. 63)

Es pues, a partir de lo expuesto, imposible negar la relevancia del proceso de constitucionalización del derecho, debido al cambio de paradigma tan necesario para la protección de los individuos. No obstante, uno de los puntos centrales del presente trabajo, pasa por decir que, para que este proceso de constitucionalización del derecho civil pueda llevarse a cabo, era necesario -aunque pase por alto hoy en día- un proceso de “civilización” del derecho constitucional.

Cabe mencionar que la autoría de la expresión antes mencionada, que me parece muy apropiada, corresponde al profesor Mario Castillo Freyre, quien en una conferencia sostuvo lo siguiente:

(...) El derecho constitucional sin duda ha hecho un desarrollo permanente de derechos reconocidos por el derecho civil, lo que se llama la ‘constitucionalización del derecho civil’, yo lo he llamado al revés, yo lo he llamado la ‘civilización del derecho constitucional’, porque hay muchos temas que han surgido en el derecho civil y que hoy son tratados por el derecho constitucional, lo que me parece fabuloso. Al final el derecho es uno solo, el ordenamiento es uno solo. (Castillo Freyre, 2022, 14m31s)

Entonces, en base a lo anterior, debemos recordar que el derecho civil, como se trató en la primera sección del presente trabajo, fue tal vez la obra más precisa para poder regular o establecer ciertas normas y pautas de convivencia entre los ciudadanos de a pie para su vida cotidiana, reconociendo una serie de derechos que, posteriormente, fueron reconocidos como derechos fundamentales en sendos textos constitucionales. Así, una buena base de lo que hoy conocemos como derechos humanos, proviene de las estipulaciones que, desde el siglo XIX, fueron asimiladas por los Códigos civiles.

De esta forma, podríamos mencionar en primer lugar a la libertad individual. Recordemos que ya desde el Codefrancés se le quiso dar un reconocimiento a la posibilidad de que los individuos puedan, en tanto seres autónomos, forjar su propio proyecto de vida en sus relaciones con sus semejantes (Landa, 2014). De ese modo, se comenzó por regular la libertad para contratar, vital para el desarrollo de la economía, reconociendo esa capacidad para que cada uno pueda establecer con quién relacionarse contractualmente.

Lo mismo ocurrió con el tema de ciertas instituciones como la familia, más allá de su concepción antropológica, a nivel jurídico goza de reconocimiento vinculante desde su incorporación a los Códigos Civiles del siglo XIX, estableciendo no solo el derecho de poder contar con una familia, sino también los deberes y obligaciones respecto de los otros miembros del núcleo familiar (Miranda, 2016). Fue este reconocimiento el que llevó a que también, de manera paralela, se reconozca los derechos sucesorios, siendo que, ante la muerte de un familiar, se debía establecer reglas claras para que sus herederos puedan asumir sus activos y pasivos. Estas instituciones tan valiosas para la vida cotidiana no surgieron directamente en las constituciones, sino que tienen un origen civilista, propio de la vida de los ciudadanos, el cual luego, por su trascendencia, hizo necesario un reconocimiento expreso en los textos constitucionales.

La importancia de volver a los orígenes

Por supuesto que, en tiempos de una imperante constitucionalización del derecho, resultaría hasta un despropósito negar las ventajas de este proceso. No obstante, como mencionamos previamente, la intención del presente trabajo es reconocerle al derecho privado el lugar que debería tener como fuente de muchos de los grandes aportes que hoy tiene la constitucionalización en la vida cotidiana de las personas.

Y es que, hay que tomar cuenta algo bien concreto, si bien ahora se cuenta con procesos claros a nivel constitucional que buscan amparar los derechos de los privados en caso entren en conflicto con otro, eso no resta que serán jueces civiles aplicando la ley civil los que, en la mayoría de casos, decidan el fin de la controversia.

El Código Civil en la vida cotidiana

Pensemos un poco en la realidad peruana, si bien vivimos una época de irradiación constitucional, ello no quita que las personas en su vida cotidiana no conozcan el contenido de la Constitución vigente. De hecho, una encuesta realizada por el Instituto de Estudios Peruanos ha determinado que únicamente el 57% de la población ha leído algo de la Constitución de 1993 (IEP, 2022), lo cual resulta sumamente peligroso para la democracia. Aun así, pareciera que las persona en su día a día pueden vivir desconociendo los alcances sobre su texto constitucional sin problemas; sin embargo, les va a resultar prácticamente imposible vivir su vida cotidiana sin tener al menos un alcance sobre las normas del Código Civil.

Es un hecho que, tarde o temprano, los ciudadanos tendrán que firmar contratos, comprar o vender bienes, se casarán o tendrán hijos, recibirán la herencia de un familiar, constituirán empresas, entre otros actos. Estos y tantos otros encuentran su respaldo en el Código Civil, el que hasta hoy es la norma por excelencia en torno al derecho privado.

Pero, no solo nos queremos detener allí, sino queremos destacar de manera especial un elemento fundamental de la aplicación de la ley civil, tanto en materia contractual como extracontractual: la posibilidad de generar resarcimiento ante el denominado “daño a la persona”.

Del “daño moral” al “daño a la persona” como ámbito de protección a la persona

Antes de comenzar el acápite final del presente trabajo, debemos recordar que, una de las grandes ventajas que tiene el derecho contemporáneo es que, a partir de un solo daño, se pueden generar distintos tipos de responsabilidades: penal (por si algún delito fue cometido); administrativa (en caso algún derecho del consumidor haya sido afectado, por ejemplo); constitucional (en caso hubiera algún tipo de vulneración a un derecho fundamental) y civil (que generará el deber de resarcimiento).

Así, el ámbito constitucional tiene su propio marco de responsabilidad, generando que los actos que vulneren algún derecho cesen; no obstante, es importante mencionar que la concreción de este tipo de responsabilidad, no generará ningún tipo de beneficio económico o resarcimiento para la persona afectada. De ese modo, en caso un médico cometa algún acto de negligencia o si algún imprudente chocara su auto con el de otra persona provocando lesiones (en ambos casos, afectaciones a la integridad física y salud), si lo que se busca es determinar una cuantía que deba ser indemnizada para resarcir las repercusiones de dicho daño, más que un proceso constitucional, es necesario que el fuero civil se pronuncie a través de un proceso de responsabilidad contractual o extracontractual.

Es así que, motivado por la búsqueda de una mejor protección para los derechos de los individuos, la doctrina especializada en derecho civil también ha buscado por su lado sofisticar sus procesos indemnizatorios con el fin de dar un mayor respaldo y llegar a soluciones a las que la justicia constitucional, por su naturaleza, no llega. Es así que se incorporó la figura del “daño moral” en el Código Civil peruano de 1936, como una herencia directa del daño no patrimonial alemán, como un intento para resarcir los daños no materiales (León Hilario, 2003), aunque cabe indicar que también se reportan antecedentes romanos respecto de la posibilidad de resarcir este tipo de daños (Rangel, 2015).

Dicho concepto, con el fin de adecuarse a la tendencia humanista propia del estado constitucional de derecho, evolucionó dando origen al concepto “daño a la persona”, el cual comienza a desarrollarse como institución del derecho privado a mediados de los años sesenta, más precisamente en la Italia de la postguerra mundial; de esta forma, se comenzó a concebir la idea de que sí era posible encontrar un daño concreto hacia la persona en sí misma, prescindiendo de una valoración netamente material (Calderón, 2014).

Fue esta percepción la que llevó a Fernández Sessarego a concretar, de cara a lo que vendría a ser el Código Civil de 1984, el término “daño a la persona” como mecanismo para compensar todo tipo de daños que no necesariamente tuvieran carácter patrimonial. Como es de conocimiento público, la visión de Fernández Sessarego, que introdujo en el Libro I del, para entonces, nuevo Código buscó tener un claro carácter humanitario, más destinado a reforzar la esfera jurídica del individuo.

Según comprendía Fernández Sessarego (1996), el concepto de daño a la persona, desde su enfoque más tradicional, buscaba amparar dos cuestiones puntuales. Por un lado, el daño producido al denominado “proyecto de vida” y, de otro lado, las afectaciones a la integridad psicosomática de la persona. Sobre el particular, el punto clave y esencial en este tipo de daños, era la posibilidad de que estas afectaciones (tanto a la libertad como a la integridad de la persona) puedan ser contempladas en una indemnización.

Así, pensemos en un accidente de auto: si bien hay un claro daño patrimonial (supongamos que el auto se destruyó en un choque), no deberíamos evitar evaluar que hay otros tipos de intereses de por medio. De esta forma, la propuesta que Fernández Sessarego trato de incorporar al Código Civil proponía que, dentro de la ponderación por una indemnización justa, se evalúe no solo los daños materiales (es decir, a los bienes concretos y valorables económicamente), sino también la afectación a la salud del accidentado, por ejemplo; del mismo modo, si resultara con algún tipo de discapacidad, debería considerarse las limitaciones que la personas tendría para realizar su oficio o profesión, sin mencionar la profunda tristeza y angustia que ello traería.

Respecto de la aplicación del concepto de “daño a la persona” y su utilización hoy en día podría ser motivo para un nuevo artículo (sobre todo dadas las continuas confusiones respecto del denominado “daño moral”, aún reconocido en nuestro Código vigente, aunque con un marco de aplicación más limitado). No obstante, por el momento, queremos hacer énfasis en la utilidad de estos conceptos netamente civiles como forma de resarcir los daños no solo materiales, sino incluso inmateriales, como la integridad psíquica y la afectación a la libertad en el denominado “daño al proyecto de vida”, con el fin de resguardar los intereses de las personas afectadas por un determinado daño.

He ahí la relevancia de volver a mirar (aún) al derecho civil como la rama del derecho donde surgieron las principales instituciones en torno a la formación cotidiana de la personalidad de los individuos, donde se comenzaron a forjar derechos de forma vinculante con el fin de que se hicieran valer en una sociedad compleja. Incluso hoy en día en época de constitucionalización del derecho, es menester de los juristas saber y entender la relevancia que ha tenido y tiene aún el derecho privado en materia de reconocimiento de derechos para los ciudadanos.

Conclusiones

Durante el siglo XIX, los Códigos Civiles de Francia y Alemania se convirtieron en materiales de referencia respecto de las normas que debían regir las relaciones entre los privados, por lo que se reconocieron, aunque de forma muy precaria, los antecedentes más próximos a lo que hoy conocemos como derechos fundamentales (entre los que se encuentran la libertad individual, derecho de propiedad, derechos de sucesiones, etc.).

Posteriormente, el siglo XX trajo consigo la noción del estado constitucional de derecho, en donde la Constitución irradiaba su legitimidad al resto del ordenamiento con el fin de que no haya zonas exentas de control constitucional, para mayor beneficio de los privados, comprometiendo a los Estados al debido resguardo de los derechos de los individuos. De esa manera, se inició el proceso conocido como “constitucionalización” del derecho civil.

Sin embargo, nosotros encontramos más pertinente hablar de una primera “civilización” del derecho constitucional. Ello debido a que, a partir del siglo XX, hubo una incorporación progresiva de algunas instituciones del derecho civil dentro de los textos constitucionales, con el fin de darle un mayor ámbito de protección. Es por ello que también, en la actualidad, la diferencia entre derecho privado y público es tenue, siendo que existen varios temas que, por los intereses sociales que traen consigo, no correspondería al clásico binomio entre lo privado y lo público.

Al respecto, es importante mencionar que el derecho civil, dada su competencia y el marco de responsabilidades que estipula, tiene un rol relevante respecto de la protección de la persona, siendo que abarca zonas a donde la justicia constitucional no llega. Un ejemplo claro de ello es en la aplicación de la responsabilidad civil respecto del denominado daño a la persona, como un concepto no patrimonial que conlleva al deber de resarcimiento por los daños a la integridad y a la libertad del individuo.

Finalmente, queremos cerrar el presente texto con la idea de que no es que una rama sea superior o mejor que otra. Al respecto, nosotros entendemos que ambas, tanto la civil como la constitucional, tienen funciones diferentes y buscan responsabilidades diferentes, por lo que es necesario su mutuo complemento con el fin de asegurar la mayor protección posible hacia la persona.

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