Abstract

The moral value of life requires an adequate perspective, because in today's culture it tends to be perceived in relation to other realities, so it is reduced. This happens when it is measured from the reality of the cosmos as a part of it in a way that is almost insignificant, it is about cosmological reductionism. Also when human life is valued from the social appreciation that is pronounced from its functionality or efficiency, it is sociological reductionism. From these two visions it is affirmed that there are worthless lives that could be eliminated. Everything changes when we enter the logic of the gift, as the original light that sustains the meaning of life in the intentionality of the donor. We have to see human life as born of an original love and directed to love. It is the way to break the previous reductionisms and introduce a dialogic mode to discover the real meaning of human life. For the communicative good that contains the vital sense, its affirmation opens the way to a culture of life where the life of every man is valued and directed to conversion.

Palabras claves: Sentido, Reduccionismo, Cosmos, Don, Amor

Abstract

The moral value of life requires an adequate perspective, because in today's culture it tends to be perceived in relation to other realities, so it is reduced. This happens when it is measured from the reality of the cosmos as a part of it in a way that is almost insignificant, it is about cosmological reductionism. Also when human life is valued from the social appreciation that is pronounced from its functionality or efficiency, it is sociological reductionism. From these two visions it is affirmed that there are worthless lives that could be eliminated. Everything changes when we enter the logic of the gift, as the original light that sustains the meaning of life in the intentionality of the donor. We have to see human life as born of an original love and directed to love. It is the way to break the previous reductionisms and introduce a dialogic mode to discover the real meaning of human life. For the communicative good that contains the vital sense, its affirmation opens the way to a culture of life where the life of every man is valued and directed to conversion

Keywords:Sense, Reductionism , Cosmos , Don , Love

Introducción

El don de la vida es tan grande que nos invita a un agradecimiento espontáneo y lleno (Styczen, 2005, págs. 273-298). Pero el don que recibimos no es sólo la vida, sino también una luz hacia la vida. La recepción a la que se nos invita ha de ser activa: exige de nosotros una reflexión.

La dificultad mayor que se encuentra respecto al don de la vida es darlo por supuesto. Si las cosas no se reflexionan adecuadamente su comprensión queda en un nivel superficial, incluso en lo que concierne a su valoración. Apreciamos la vida, pero si no la convertimos en objeto de reflexión, no se descubre su misterio. Cuando se menciona el término “misterio”, sobre todo en ambientes científicos, se tiende a pensar que es una cosa incognoscible y, en consecuencia, no se hace un esfuerzo para conocerlo mejor. La realidad es precisamente la contraria. El misterio es, desde un punto de vista etimológico, aquello que solo se puede conocer por Revelación (Congar, 1970), no por observación directa o experimental. El esfuerzo para recibir el don de esa Revelación fecunda aquello que hemos recibido, y lo convierte, además, en principio de operaciones.

Una de las más claras afirmaciones de ese don es la que presenta la Congregación para la Doctrina de la Fe en la Instrucción Donum vitae:

El don de la vida, que Dios Creador y Padre ha confiado al hombre, exige que éste tome conciencia de su inestimable valor y lo acoja responsablemente. Este principio básico debe colocarse en el centro de la reflexión encaminada a esclarecer y resolver los problemas morales que surgen de las intervenciones artificiales que surgen sobre la vida naciente y los procesos procreativos. (Donum vitae)

Esto es, cuando la Congregación para la Doctrina de la Fe va a responder a unos problemas muy técnicos y de máxima actualidad en la bioética, lo primero que hace no es ver qué nos dice la técnica, sino reflexionar sobre el don de la vida. En esta perspectiva, considera el don de la vida como el principio que va ser la luz que proyectar sobre todo lo que viene a continuación. Nos invita entonces a tomar conciencia de un don tan singular y a acogerlo responsablemente. Esos dos principios han de marcar la propia vida para que pueda comprenderse su verdadero sentido.

La primera cuestión que se nos ofrece a nuestra consideración es, por tanto: “Tomar conciencia de que la vida es un don”.

Los reduccionismos que ocultan el don

Esta afirmación parece evidente, porque dentro de cualquier formación cristiana, aun la más elemental, se nos enseña a dar gracias por la vida recibida como un don de Dios. Pero no siempre hemos sabido hacer esta verdad un principio de reflexión, tenemos dificultades en la comprensión de lo que la misma vida es y qué significa dar gracias por la vida como un don. Este principio de reflexión es especialmente necesario ante una cultura que, en cambio, constantemente nos bombardea al presentar la vida humana desde otras claves muy diferentes. La importancia irreemplazable del principio del don de la vida es lo que ya Juan Pablo II denominó: hermenéutica del don (Juan Pablo II, 2000, pág. 117). Es decir: que la vida sea un don, significa que no es simplemente un dato que todos recibimos y aceptamos, sino que es un modo de comprender la vida para llevarla a plenitud para que tal visión ha de configurar toda la existencia humana. Hemos de reflexionar en la vida como un don para entender de qué manera conducimos nuestra existencia hacia un pleno sentido, que asume en sí todo su contenido (Melina, 2002, págs. 1519-1529). Precisamente solo en la medida en que esto se realiza, podremos darnos cuenta de las formidables dificultades que una determinada cultura presenta frente al don de la vida.

Estas dificultades son, ante todo, los reduccionismos antropológicos, los modos como desde una determinada cultura se propone a la persona comprenderse a sí misma. Esto se realiza mediante la interpretación primera que hace de sus experiencias fundamentales por las cuales saca la idea del horizonte de su existencia y que, en el caso de los reduccionismos, impiden, o al menos obstaculizan notoriamente que se desarrolle la vida como un don. Los dos reduccionismos antropológicos básicos son: el reduccionismo naturalista y el reduccionismo sociológico. Funcionan como consideraciones que a modo de sospechas sugieren a la persona que no se valore como algo único.

  1. El reduccionismo naturalista considera la vida humana simplemente como un elemento más de una naturaleza general, un punto en un despliegue cósmico, en el que el hombre aparece como una especie nueva con unas características especiales. Pero esa vida no es más que un “continuum” que se va desarrollando y que no tendría saltos insalvables. Este reduccionismo naturalista es el que se divulga en la enseñanza y en una visión cultural muy generalizada, muchas veces en relación con la defensa del medioambiente o llamadas a cuidar la biodiversidad, dando por supuesto que todas las especies se proponen en un cierto nivel de igualdad. Con él se transmite una primera respuesta sobre la vida y el origen de la vida que se impone desde una presión pseudo-científica y socaba la idea de una dignidad personal diferente.
  2. El reduccionismo sociológico, por su parte, considera que el valor de la vida es el que la sociedad le concede. Una vida es valiosa dependiendo de su aportación dentro de la convivencia social. El valor de las cosas a priori dependería del aprecio social. Se valora una vida humana según el criterio de si se acerca o se aleja del modelo de vida que presenta la misma sociedad. Por consiguiente, habrá una manera de entender la vida como peligrosa para la evolución social y su desarrollo sostenible. En este campo existe una presión muy grande por parte de los argumentos demográficos, todavía con claras tonalidades neomaltusianas (Dumont, 2003). A pesar de que no se han cumplido las repetidas previsiones catastrofistas de una superpoblación, determinados asociaciones de presión social no dejan de presentar el crecimiento de la población como algo que va a perjudicar gravemente nuestro estado de bienestar. Consecuentemente, nos inducen a mantener una sospecha respecto de la vida para que necesariamente no la consideremos como un bien, para que tengamos la prevención de tener que calcular previamente en qué condiciones concretas podemos recibir la vida y de qué manera la podemos atender en sus necesidades principales, pues en otros casos sería un mal para la humanidad. Así, se podrá pensar que algunas vidas se han de considerar inservibles, o incluso peligrosas, para la sociedad; se debería decir que no son buenas para la misma. Igualmente, si se presenta un ideal de vida en ese estado de bienestar, algo propio de cualquier sociedad, ahora toma la forma de unos parámetros para poder hablar de una suficiente “calidad de vida”. En consecuencia, las vidas de aquellas personas que se separen de ese ideal cualitativo, serán presentadas como vidas no dignas de ser vividas, y por consiguiente desvalorizadas, como es el caso de tantos enfermos incurables (Sgreccia & Laffitte, 2009). Al final, la misma dignidad de vivir se pasa a comprender desde el imperio de los propios deseos subjetivos comprendidos como un “sentirse suficientemente bien”. Se busca con afán permanecer en ese estado y se exigen a todo punto no perderlo, hasta pedir a la medicina, no tanto curar, cuanto a responder a los deseos subjetivos sobre la propia existencia, lo que ha conducido a hablar de una verdadera “medicina del deseo” (Kettner).

¿Cuál es el punto en común en estos reduccionismos para que se alejen de lo que parecía más natural, que es la lógica del don? El modo de coincidir ambos reduccionismos, por lo cual uno se apoya en el otro, está en el modo de ver la vida desde un parámetro distinto de lo que es la vida humana: no reconocer lo original de la vida personal y compararla con realidades no personales. En ambos casos se usan categorías amparadas por un gran prestigio social: la ciencia empírica y la sociología política. Son precisamente las realidades en las que la modernidad ha puesto la esperanza del futuro de la humanidad (Benedicto XVI, 2007). Se comprende así la estrategia seguida: ahí donde la lógica del don nos ayuda de un modo nuevo. Podemos sintetizar esto en la pérdida del sentido de misterio inherente a la existencia humana, que no puede nunca reducirse a ser un problema a resolver (Marcel, 1935, pág. 146). La sola atención técnica o la función social no responden nunca a los grandes cuestionamientos que despierta dicho misterio y que tiene en el dolor y el sufrimiento un campo de máxima importancia (Grygiel, 2002), por lo que (Benedicto XVI, 2007) ha reconocido al dolor como un “lugar de la esperanza”.

El don no aparece como principio de reflexión científico dentro de una ciencia basada en el experimento. El experimento es exactamente lo contrario de un don. Consiste en forzar las cosas para encontrar que me respondan con el resultado que yo busco, de tal forma que siempre que repita el experimento obtenga los mismos resultados; sólo así habré descubierto una ley necesaria que yo podré utilizar según mis fines. Ese argumento científico excluye la posibilidad del don. Aplicado sistemáticamente a la vida humana la presenta como la unión de dos células que en unas determinadas circunstancias darán lugar a un desarrollo complejo, en el que, si se le ponen las condiciones adecuadas, aparecerá un ser humano adulto. Pero en ese proceso no se observa otra cosa que el desarrollo de unas determinadas leyes naturales. La vida humana no aparece nunca a modo de don.

Eso también es relevante en el ambiente sociológico. El don no aparece como principio de reflexión social dentro de una sociedad basada en la producción. En la sociedad actual el interés se centra en los procesos que son fundamentalmente productivos, de producción de bienes para un consumo. Esos procesos productivos se rigen por una ley de la oferta y la demanda en la que el don está excluido. Es más, en este ámbito, el don parece sospechoso de favorecer una cierta desigualdad entre los hombres, con la que habría que tener mucho cuidado. Entonces, concluimos con que aquello que hace funcionar a nuestra sociedad y que hemos de cuidar sobre todo lo demás, es ajeno a una lógica del don.

Sin una reflexión adecuada y sin una valoración de cuáles son los puntos y las experiencias fundamentales que ayudan a la persona a reconocerse como don, es lógico que esa intuición primera que acompaña el nacimiento de cada hombre –reconocido en el canto de Eva: “He recibido de Yahvéh un varón” (Gen 4,1), esto es, “He recibido un don”- sea acallada en la actualidad.

Ante una cultura cerrada, la lógica del don

¿Qué actitud tomar ante esta situación?

Primero: Reconocer que nos hallamos ante un problema cultural (Melina, 2009). Ante el drama de la actual desvalorización de la vida humana, el cristiano no puede centrarse sólo en una acción directamente encaminada para obtener un resultado, ya sea legal o de función social. sino una acción dirigida a promover una determinada cultura, lo que Juan Pablo II llamó una civilización del amor o cultura de la vida (Juan Pablo II). Estamos poco acostumbrados, a plantear nuestras actividades eclesiales desde un punto de vista cultural. Estamos mucho más acostumbrados a acciones concretas con finalidades concretas. Y estas acciones no afrontan el auténtico desafío de una cultura cuyas claves son precisamente de desvalorización de la vida como un don.

En segundo lugar. Todo esto requiere una reflexión, es decir, darse cuenta de que ese cambio de cultura implica una conversión también intelectual. Requiere en el cristiano un cambio profundo de determinadas coordenadas de pensamiento, porque sólo así podrá dar respuesta a lo que es el desafío enorme de una sociedad que excluye esa lógica del don.

La primera coordenada se centra en un sentido metafísico propio del amor (Méndez, 1990). Es un sentido específico que ya nos presenta con gran sabiduría filosófica San Ignacio en los Ejercicios Espirituales en su “Meditación para alcanzar amor” que se centra en la consideración de la vida como un don en una comunicación divina que busca darse al hombre (Ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola). En un momento clave de los ejercicios, justo antes de presentar la donación de la vida a Dios (Ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola), San Ignacio mira a la creación como un don porque en ella se encuentra el auténtico principio de la donación humana. Se trata de la remisión a un amor originario(Francisco, 2013), con un sentido metafísico, que sostiene la analogía del amor. Esa mirada a la creación como un don se ha perdido por parte de la conciencia de muchos cristianos. Recuperar esa mirada consiste en la distinción entre una lógica que mira la creación como un dato, de la lógica del don que acompaña la creación. Pensar en la lo creado como un conjunto de datos es simplemente creer que Dios creó el universo, por ponerlo en el ser, no por dinamizarlo por dentro. La creación es una afirmación que no se niega, que se tiene presente y con la cual se interpretan determinadas cosas, o incluso de la cual se deducen unos principios que son importantes para entender la contingencia del mundo frente a su aparente determinación y, por otra parte, su no necesidad frente a su aparente continuidad en el tiempo. Pero, esa reflexión no es suficiente. Concebir la creación como un don en primer lugar nos recuerda una de las características más elementares del don que es que un don se da exclusivamente entre personas. Nadie da algo sino a alguien, y lo da para que lo reciba. Esa lógica esencial fundada en el don nos presenta la Creación en un marco nuevo (Janusiewicz, 2012). Dios ha creado todas las cosas para el hombre; y que el hombre reciba todas las cosas es para el culto a Dios. Ese elemento esencial, la lógica del don, es el sustrato fundamental que marca toda la redacción del primer capítulo del Génesis. La creación del hombre se sitúa entre la complacencia de un Dios que ha hecho todas las cosas buenas, y un hombre hecho a imagen Dios para que descanse en Él. El concepto de imagen alcanza un valor dinámico que incluye la corporeidad humana y el sentido de la vida en un conjunto donde la naturaleza en cuanto creada está incluida (Busca, 2017).

A la lógica del don está unido el valor específico del autodominio como la esencia de la libertad natural en el hombre unida a su libertad. La persona humana se autodomina porque puede dominar las cosas y sin ese dominio no hay recepción del don (Wojtyla, 1998). El autodominio tiene un sentido propio en la relación hombre-mujer al tener que considerarlo como un nuevo don, un don de sí mismo al otro para formar una comunión de personas (Caldera, 1990). Es un nuevo sentido para la vida personal, una llamada a la que responder libremente. La nueva lógica del don enmarca una mirada nueva a un mundo de personas. Aquí nos aparece una dimensión nueva del don de especial importancia: en tal mundo personal, cada persona es receptora de un don común que los une entre sí y le da un horizonte universal que incluye a todas las personas. Esa comunidad en recibir el don manifiesta una unidad de origen y una unidad de fin que no es simplemente un dato, sino una dinámica interna que el hombre debe reconocer y llevar a plenitud en su finalidad. La comunidad de los hombres no es en su principio un acuerdo humano, no es un dato sociológico, sino que es una primera intención divina unida a la creación de los hombres. Todo eso está reforzado en la medida en que, como dentro de la tradición cristiana se reconoce de manera primera: “nada es don sino en razón del amor. Pues si algo se da por temor, no es propiamente un don, sino pago; igualmente si se da por deseo, no es don sino pedido; el don propiamente es por el amor y la liberalidad sin coacción; por tanto, en todo don lo primero que se da es el amor, y así el Espíritu Santo se llama gracia, porque es don, y se llama don porque es amor”. Así, entendida la Creación se comprende como acto de amor, no como mera producción de cosas (Schmitz, 1982). Una Creación donde el amor se dirige a una persona capaz de recibir una comunicación universal en el bien, nos plantea una estructura fundamental para la valoración de la vida humana y la inserción de la cuestión del sentido en la acción humana (Melina, Sgreccia, & Kampowski, 2006).

Ante todo, se pone muy clara la discontinuidad de la vida humana respecto a cualquier otro fenómeno viviente. Porque sólo una persona humana es capaz de recibir y encontrar en el don un sentido. La plenitud de la vida no va a estar centrada tanto en un mero crecimiento vital que conduce siempre a la paradoja de la destrucción, cuanto en una capacidad de recibir creciente que no tiene fin. Siempre podemos recibir más, aunque de momento no podamos crecer más en determinados niveles vitales. La finalidad de la vida humana no está en sí misma, sino en la recepción de un don que todavía no se nos ha dado. El valor de la vida no es un dato, sino que el valor de la vida es un sentido de vivir. Esta frase es un punto de reflexión en la encíclica Veritatis splendor, y recuerda una cita que Kant, al final de la Crítica de la Razón práctica, hace de Juvenal, autor pagano estoico, que afirma en las “Sátiras”: “De ningún modo hay que preferir la vida al pudor, y por amor a la vida perder el sentido de vivir”. Con esta afirmación, se nos presenta la lógica del don de la vida. Tiene sentido entregar la vida, porque la vida no es simplemente algo recibido, sino que halla en sí una fuente de sentido. No se entrega la vida por cualquier causa. El descubrir el auténtico sentido de la vida es la única manera de reconocer completamente el valor de la misma. La vida humana, como reconoce el Magisterio, tiene un valor absoluto y sagrado, no por ser una vida física que está envuelta en relatividad, sino por tener un sentido que es absoluto, sagrado en sí mismo por ser respuesta a un don. La defensa absoluta de la vida es el único modo como podemos ayudar a un hombre a que viva en plenitud el don que ha recibido y descubra ese Absoluto al cual está llamado. Eso es imposible si no reconocemos detrás de todo don la intención anterior de un donante; si no reconocemos detrás del don de la vida, una intención que nos precede y hace que nosotros seamos responsables de la vida.

La responsabilidad ante la vida y el teleologismo

Un segundo principio de reflexión. Nosotros somos responsables de la vida no sólo ante nosotros mismos, sino ante Aquel que nos la dio. La disposición de la vida es así, responsable y, por ello, no es algo manipulable o experimentable. El sentido de la vida no es un consumo de experiencias, sino el reconocimiento de una intención que me precede que tiene que ver con la comunicación universal en el bien y que me marca un destino que, a pesar de ser absolutamente personal es, en parte, compartido.

Cuando el hombre reconoce el sentido de vivir, y en ese sentido puede ver algo absoluto, es entonces cuando ese absoluto de su sentido se reconoce como propio de toda vida humana. Solo así se defiende y se aclara respecto a determinadas paradojas a las que un modo determinado de pensamiento muy extendido nos conduce. La dificultad mayor actual en el ámbito social del reconocimiento del valor de la vida procede de la escisión que el pensamiento denominado teleológico establece en los actos humanos. Este pensamiento mide el valor de los actos por sus efectos exteriores como premisa de objetividad para valorar la acción fuera de los deseos subjetivos. El pensamiento teleológico de entrada desvaloriza la vida humana porque la presenta como la propia de un orden pre-moral ante cualquier juicio de moralidad que se quiera hacer sobre la vida. La vida es reconocida como un bien meramente físico, especialmente relevante, pero que se ha de tomar en consideración junto con todos los otros bienes físicos que están en juego. De tal modo que, lo único verdaderamente moral, quedaría en la decisión ponderada del sujeto, y podría dar lugar a la directa destrucción de ese bien pre-moral que, según esta teoría, sería una vida humana. Se reduce todo a un bien manejable, para convertir el juicio moral en creador de la moralidad.

Este modo de pensar es el que actualmente está aceptado en todos los acuerdos internacionales. Y, a partir de él, se presenta la acusación de caer en un puro fisicismo a cualquiera que quiera dar un valor absoluto a la vida humana, ya que los teleologistas consideran que un bien físico no puede tenerlo; solo se puede atribuir a los bienes morales que proceden exclusivamente del acto de conciencia. Responder a esta cuestión plantea dos premisas con unas enormes consecuencias morales.

  1. La primera premisa tiene que ver con la experiencia humana de lo que es el valor de la vida. No se refiere a un hecho físico, sino a un sentido moral que acompaña el juicio de las acciones. No es un juicio ponderado de bienes exteriores, sino que es ante todo el modo como yo conduzco una vida a plenitud. Ese modo de juicio moral, absolutamente diverso al presentado por el teleologismo, es precisamente el único que puede dar razón de la estructura interna de la lógica moral. Es algo que la filósofa inglesa Anscombe desarrolló en 1958 (Anscombe, 1966) y que ha dado lugar a toda una teoría denominada de la racionalidad práctica, la cual es una respuesta absolutamente clara respecto al planteamiento puramente teleologista, como está muy bien explicado en la Veritatis splendor (Juan Pablo II, 1993).
  2. Pasamos al segundo elemento: el reconocimiento del valor del cuerpo. Ya que el reconocimiento de la vida humana se realiza mediante el bien por medio del cual se comunican las vidas humanas y éste es el cuerpo. En el teleologismo, el cuerpo es un mero bien físico que tiene que entrar en competencia con todos los demás bienes físicos. Un ejemplo muy claro de este razonamiento es el problema inmenso que se da en nuestra sociedad: las migraciones. Las migraciones se deben a que el mayor crecimiento demográfico se da en los países más pobres. El único modo de acabar con eso es lograr que en los países pobres disminuya la población. Y para eso hay que tener políticas demográficas claras e impositivas en dichos países. Eso supone la extensión de los medios anticonceptivos en ellos, e incluir, como anticoncepción de urgencia, el aborto. Eso se juzga como un mal, pero como un mal necesario para que funcione la sociedad a nivel internacional. Un mal necesario para que todo el planteamiento económico no se derrumbe y, por lo tanto, algo que hay que aceptar, dentro del juicio ponderado de los bienes físicos, por el bien superior de toda la humanidad. Ante ese planteamiento, que acepta el aborto como medio obligado de funcionamiento social, las iniciativas exclusivamente dirigidas a reconocer el derecho de la vida como tal, representan una falta de visión, que no es capaz de dar respuesta a tamaño desafío. Y eso porque estas iniciativas que se mueven en ámbitos reducidos se insertan en un conjunto de globalización en el que no va a encontrar el apoyo suficiente para llegar a cambiar unas directrices mundiales que se imponen como las únicas aceptadas para esta cuestión.

La revalorización de la corporalidad incluye ver cómo el sentido de la vida no es algo meramente espiritual, sino que tiene que ver también con mi propia corporeidad. Por una razón muy sencilla: es el modo como el hombre ama; el hombre ama corporalmente. El hombre no es una conciencia pura, sino que nuestra conciencia despierta a sí misma por un acto de amor, en el cual la corporeidad es el medio necesario (Arana Cañedo-Arguelles, 2015). Por lo tanto, la dignidad humana está unida a la dignidad de su cuerpo y es inseparable de él. Esto es absolutamente necesario tomarlo en cuenta para ver cómo reconocemos a una persona por su corporeidad, con toda su subjetividad. El criterio primero de conocimiento de una vida personal no es la autoconciencia, sino que es la corporeidad (Damasio, 1995). Esto es esencial para una lógica del don, para el sentido de vivir. Por eso, el ofrecimiento, la entrega de la propia vida, que es una entrega siempre corporal, alcanza sentido por el mismo valor de lo que entregamos. Se entiende aquí la importancia enorme de que una persona muera por amor y que eso es verdaderamente una muerte digna. Ha elegido morir de algún modo, pero es una muerte que aporta una emergencia de la dignidad porque aquello que entrega vale mucho y es su propio cuerpo. No hay don de sí, en el que se encuentra el sentido de la vida, si no hay un don de sí corporal. Estas son las condiciones de lo que se denomina exactamente como amor esponsal y le da un valor humano único. El sentido de la vida de cualquier persona es, por tanto, encontrar a qué persona dar su vida. Y es allí donde se entiende qué vale la pena vivir. En esa relación amorosa aparece lo original de cada persona, por lo cual ella es absolutamente insustituible. En esa originalidad se manifiesta que el hecho de entregarse es el único modo de encontrar el bien superior de la vida que es una comunión de personas que ilumina toda la cuestión del sentido (Grygiel, 2002).

Hacia una cultura de la vida

Podemos ver que una pequeña reflexión de la lógica del don nos apunta hacia una luz tremendamente poderosa para construir una cultura diferente, que permita recibir y vivir mejor el don originario de la vida que nos une al amor incondicional que sustenta el sentido de vivir. Se trata de una cultura con claves nuevas que, en primer lugar, valore la vida como un misterio y no simplemente como un dato, que sepa descubrir y transmitir aquellos elementos de la vida que son máximamente significativos para la dignidad de la vida y que, de otra manera, se pierden en un cierto olvido. Una cultura nueva que descubra en el don algo más que una especie de artificio emotivo. Si esto no se realiza la consideración de don pasa a reducirse a la alegría por recibir regalos, pero, en el fondo se trataría de bienes secundarios incapaces de dar sentido a la vida. Tales bienes se circunscriben a los reduccionismos que hemos hablado en términos de autorrealización naturalista o de niveles de producción y trabajo, siempre dentro del marco de la “calidad de vida”. En definitiva, se aceptaría hablar de don respecto de los elementos superficiales de la vida, pero no de la vida en su radicalidad, como el don primero que todos recibimos. No podemos dejar de reconocer en ella que constituye la comunidad humana básica de participar en una vida con un mismo origen y un mismo fin (Del Río Villegas, 2014). Frente a esa manera de poner lo único fundamental de la existencia en la propia producción, el cambio es descubrir cómo lo más importante de la vida humana viene de recibir un don. Hay que hacer frente a un modo de presentar la vida como una pura realización entendida como ruptura de vínculos, como ocurre con la modernidad líquida de la que habla (Baumann, 2015), que configura un homo inconstans que tiene una gran dificultad de concebir el sentido de su vida como un todo (Archer, 2011, págs. 221-243). Hay que crear una cultura en la cual el descubrimiento de la riqueza del don inicial sea lo que guía toda mi vida, y una senda abierta para que, al mismo tiempo, yo aprenda a entregarme.

Eso es de una importancia radical para la transmisión del evangelio en la actualidad, en referencia a un ámbito tan básico como es la bioética que se ha convertido en un verdadero principio pastoral. Un evangelio que no se haga cultura de la vida es un evangelio que se vuelve no significativo para la vida de los hombres. Mons. Angelo Scola, anterior presidente del Pontificio Instituto Juan Pablo II, decía: “Si al hablar del evangelio no hablamos de los elementos fundamentales del hombre como son su familia y su trabajo, el evangelio se vuelve superfluo”. Si al hablar del evangelio sólo hablamos de una bondad genérica, pero que no implica a la vida completamente, lo que estamos transmitiendo simplemente es algo que parece dirigido para unas personas buenas, pero pocas, porque no hace mella en lo que es esencial para todos. La reflexión que pedíamos inicialmente no nos separa de las experiencias originarias llenas de sentido y directivas de las acciones humanas. Redescubrir el auténtico don de la vida, en definitiva, cosiste en tomar como luz “se puede comprender y llevar a cabo el sentido más verdadero y profundo de la vida: ser un don que se realiza al darse” (Juan Pablo II). Es lo que nos convierte a nosotros en constructores de una nueva cultura porque no nos contentaremos simplemente con lo que nos dan otros, sino que aprenderemos a realizar, sobre todo, el gran don que hemos recibido de Dios.

La cultura actual no sabe reconocer la vida en los momentos de mayor debilidad, porque precisamente pone las claves de la ponderación del valor de la vida en los valores dominantes (Melina, 1999). Solo una vida fuerte, madura, completa, parece digna de ser vivida. En cambio, es muy diferente la valoración desde una lógica del don. En ella, en lo más mínimo se contiene lo más grande, en la semilla más pequeña está ya contenido lo que será el significado concreto de un anuncio de un fruto mayor.

Es, por lo tanto, en la debilidad máxima de ser recibido por otro como Dios ha venido y ha salido de este mundo. Frente a un Adán que nace adulto y que por eso parece tener dificultad para conocer la vida como un don, se le aprecia una debilidad interna que le hace pecar; Cristo ha nacido como un Niño. Cristo ha nacido como alguien que se ofrece para ser recibido; era necesario que fuera recibido por una humanidad, para que fuera un don para todos los hombres. Y es en la Cruz donde la aparente máxima debilidad manifiesta la fortaleza del don de sí mismo que ningún hombre le puede quitar. Esa es entonces la luz de la vida, de una vida que, en la muerte, también se vuelve luminosa.

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