Abstract

One of the manifestations of evil in man is undoubtedly the experience of suffering and pain, which inevitably occurs in one way or another throughout life, showing man his creative reality. In these moments, the presence of a company is necessary, not only external or superficial, but one that can penetrate in a way inside and from there "be" with the person who suffers. The feminine being then appears as available to meet, welcome and donate herself to the sufferer. It is that women as a person have their own peculiarities from their own corporality, through their motherhood, to their most transcendental consideration that contribute to the process of appreciation and sense of human suffering.

Palabras claves:Mujer, Persona, Sufrimiento humano, Acompañamiento.

ABSTRACT

One of the manifestations of evil in man is undoubtedly the experience of suffering and pain, which inevitably occurs in one way or another throughout life, showing man his creative reality. In these moments, the presence of a company is necessary, not only external or superficial, but one that can penetrate in a way inside and from there "be" with the person who suffers. The feminine being then appears as available for the encounter with the sufferer and the donation of herself in the development of her relationships. The woman, as we will see, from her personal being presents her own peculiarities, such as her empathy in relationships, her integral and interior welcome, her motherhood and her openness to the transcendental that contribute to the process of appreciation and sense of human suffering, becoming partner on this way

Keywords:Women, Person, Human suffering, Accompaniment

Introducción

La bioética ha surgido como una necesidad para poder mantener el respeto a la dignidad de la vida en medio de una sociedad donde el avance de la tecnología y la ciencia la han puesto en ocasiones, contradictoriamente, en situaciones de peligro o de crisis de incertidumbre (cf. D´Empaire, 2010). Una de esas situaciones es el sufrimiento humano.

La experiencia del dolor se hace presente siempre en las personas, pero la respuesta ante estas situaciones no siempre es la misma. En cada situación de sufrimiento casi siempre se encuentra una mujer al lado del que sufre, tenga o no una relación directa o vinculante, es decir, no sólo acompaña en el sufrimiento la esposa, madre, hermana, hija, abuela, … pues en determinadas ocasiones ellas no pueden estar presentes y en cuyo caso está la enfermera, médico, cuidadora. La mujer se presenta como compañera en el sufrimiento y el dolor de los otros.

En un mundo donde se habla de la emancipación de la mujer y donde se le presenta como su campo de acción -casi único porque antes le fue negado- lo público y notorio; donde la mujer exige reconocimiento y se hace “dueña” de sí misma, esta misión de ser compañera del dolor parece totalmente opuesta a lo que se nos presenta como propio de la mujer. Más bien una sociedad hedonista y consumista, nos ofrece como aspiración la necesidad de vivir alejadas del dolor y trata de brindar mil formas de intentar evitarlo.

Esta contraposición de roles de la mujer motivó el interés de considerar en este artículo si el ser femenino tiene algunos rasgos o disposiciones que le hacen afrontar y acompañar a la persona sufriente, qué le ayuda en esta misión y si algunas de estas características deben irradiarse a la sociedad que muchas veces necesita ser humanizada, necesita ver que su centro es la persona con toda su grandeza y valoración del misterio que encierra en sí misma. Este es nuestro punto de partida para el presente documento.

La mujer es persona

Partamos de la primera consideración: la mujer ante todo es persona, y como tal posee las mismas características del varón: son seres creados con interioridad, con capacidad relacional, abiertos hacia un sentido trascendente y llamados a un desarrollo que evoca el despliegue de todas sus facultades propias, a saber, el entendimiento, la voluntad y la afectividad (Melendo, 1999).

Toda persona es en sí misma un misterio, reflejo de aquel Misterio mayor del que procede. Por ello para poder acercarnos a considerar el modo de ser femenino nos acercaremos primero a considerar su dimensión personal en sí misma y en cuanto relación con el varón, puesto que ambos modos de ser (varón y mujer) muestran en su unidad complementaria la grandeza de la persona humana.

La persona se nos presenta en su valor absoluto e irreductible, es decir, posee en sí misma un valor, que la constituye siempre un sujeto; la persona tiene valor de fin y nunca puede ser utilizada como un mero medio para alcanzar determinados objetivos (Pérez-Soba, 2005). Esta valoración de la persona es constante y no varía con el tiempo ni las circunstancias externas por las que atraviesa o que la afectan, tampoco es renunciable. Toda persona en tanto que lo es, es valiosa.

Sumado a ello debemos reconocer que cada persona es singular, es decir, única – que no admite duplicidad-, insustituible –en tanto que en sentido esencial nadie puede reemplazarse por otro-, incuantificable –que no puede medirse la valoración de la persona (Gallardo, Cid, Luciáñez, & Peñacoba, 2016, p. 67). Por ello en sí misma es un todo y no puede ser tratado como simplemente una parte.

De este modo, es tan contrario al ser personal de la mujer que se la considere como una cosa, una parte de, que se le reduzca a ser un medio para la obtención de otra finalidad como el placer, por ejemplo; todo ello despersonifica a la mujer.

Además, como veremos, ella misma está llamada a valorar a cada persona en su totalidad y grandeza única, reconociendo que la persona vale por lo que es y no por lo que tiene o hace.

Esto último viene en consonancia con la apertura, que es otra de las categorías constituyentes de la persona. “Esta categoría afirma que ningún ser personal puede concebirse como cerrado en sí mismo, aislado o privado de toda comunicación. La persona es un sujeto en relación con las otras personas” (Gallardo, Cid, Luciáñez, & Peñacoba, 2016, p. 70). Por ser relacional la persona (como un “yo”) se descubre y se comprende siempre en relación con un “tú”.

Pérez-Soba (2005) nos señala que la apertura debe entenderse como una prolongación del ser de la persona que establece relaciones no posesivas con otras personas. Para que las relaciones entre personas puedan darse en clave de apertura se requiere una actitud de disponibilidad (Gallardo, Cid, Luciáñez, & Peñacoba, 2016, p. 71). Además, esta apertura conlleva un acto de donación que se da de forma mutua entre las personas que se relacionan, cada una de las cuales muestra el interés y pone la voluntad de querer relacionarse con otro y en tanto que lo hace se va entregando a sí misma.

Esta apertura conlleva, por lo tanto, el asumir una cierta vulnerabilidad en mi relación con otro, por ello debe ser el amor el contexto que resguarde la integridad de ambas personas; de este modo se excluye el intento de cualquier tipo de posesión por parte de alguna de las personas que se vinculan. Si realmente en las relaciones con otros, se les entiende como personas su presencia causa una irrupción en la vida personal, pues el otro interpela, me afecta de una u otra manera ya que mi interioridad sale al encuentro de la otra persona.

Relacionada con esta apertura está la comunión como categoría propia de la persona, así se puede comprender el hecho de que la persona teniendo un valor absoluto no la encierra en sí misma, porque la persona es relacional, vive en relación. Siendo que la persona es un ser singular y relacional, ella encuentra en el acto de amor la confluencia de la plenitud de su ser, en tanto al valorar a la persona amada por sí misma procura darle dones, entre los cuales el mayor será entregarse a sí misma por amor al otro (Gallardo, Cid, Luciáñez, & Peñacoba, 2016, p. 74).

Siguiendo estas consideraciones Melendo (1999, p. 14) afirma que solo cuando se quiere el bien del otro por lo que el otro es en sí mismo, la persona resulta capaz de amar. Este amor es lo que le abre la capacidad de entrega y donación a la persona, le abre a lo trascendente. Todos los hombres, varones y mujeres, están llamados a desarrollar este amor para poder perfeccionarse, para alcanzar la plenitud de su ser en comunión con los otros; pero cada modo de ser masculino o femenino lo hará de acuerdo a las peculiaridades que encierre su ser y que le contribuyen de mejor manera a formar esa comunión.

De esta necesidad de complementariedad para la comunión nos habla Scola (2001) al señalar que en la relación hombre-mujer podemos descubrir el carácter contingente de la creatura humana: “el yo tiene necesidad de otro, depende del otro en vista a su realización” (p. 36).

El ser humano denota una carencia en sí misma que lo hace salir fuera de sí en busca del que le es distinto, pero a la vez tan persona como él, sólo este otro ser es capaz de dar la respuesta que requiere en todas sus dimensiones. Varón y mujer constituyen la unidad dual (Scola, 2001, p.54). Para poder valorar ello es preciso saber considerar el valor de la diferencia, que no es contraposición ni menoscabo de alguna de las partes, sino que al contrario es una riqueza que permite tener otras consideraciones de las que se carece.

Puesta en clave de complementariedad la relación y necesidad de saber que varón y mujer son personas de igual dignidad, con iguales categorías personales y lo que se deriva de ello; pero que a su vez las desarrollan de manera propia, trataremos de ver lo que la riqueza que encierra el genio femenino, puesto que “la cuestión de la diferencia no es reconducible a un simple problema de roles, sino que exige ser pensada ontológicamente” (Scola, 2001, p. 58).

Consideraciones de la naturaleza biológica del ser femenino

La persona humana se caracteriza por ser alma y cuerpo, no como una composición formada al azar o constituida externamente; sino que se encuentra arraigada en lo más íntimo de su ser. La persona es unidad sustancial de cuerpo y alma. Por ello “el cuerpo humano no es equiparable a ningún otro cuerpo, pues posee una belleza metafísica (en el orden del ser) incomparable” (Gallardo, Cid, Luciáñez, & Peñacoba, 2016, p.85).

El cuerpo humano nos habla de lo que es la persona, no quiere decir que haya un determinismo biológico, sino que el cuerpo está constituido de tal manera que su orden permite poder mostrar el ser personal. En el caso del varón y la mujer el cuerpo nos habla de su ser masculino y femenino, respectivamente, nos revela los vestigios puestos en él para la realización de la comunión entre los hombres cada uno desde su sexualidad. Así lo dice Aparissi (2016) cuando señala “podemos sostener que esta realidad biológica encierra, en sí misma, un profundo significado personal” (p.169).

En este punto queremos considerar las características propias que encierra la corporalidad femenina, como reflejo de la interioridad del ser femenino y que pueden contribuir al desarrollo de su rol como compañera ante el sufrimiento.

La especificidad genética de la mujer formada por los cromosomas simétricos XX contribuyen en gran medida a la diferenciación del cerebro femenino. En esta línea Aparisi refiere que las diferencias genéricas generarán diferencias endocrinológicas que determinan el desarrollo sexuado e influyen en el sistema nervioso central y configuran de modo diferencial el cerebro (Aparisi, 2016, p.169).

En el cerebro femenino la distribución de las áreas funcionales es más simétrica (López Moratalla, 2011), es decir, que hay una mayor interacción entre el hemisferio derecho -implicado en los estados de atención y reflexión desde el interior- y el izquierdo -que gobierna las acciones del sujeto hacia afuera, respecto del mundo y de los demás. Ello se debe a que el cuerpo calloso es 20% más grande respecto del varón. Por ello en la mujer hay un mejor desarrollo de la comunicación y un pensamiento más integral (Amaya & Prado, 2005, p.28).

Sumado a ello el hemisferio izquierdo del cerebro femenino es un poco más grande; éste se encarga de las funciones como el habla, el lenguaje, la lectura y la escritura, lo que hace que las mujeres tengan una mejor habilidad verbal (Amaya & Prado, 2005, p.27).

Por otro lado, en la mujer el lóbulo frontal madura más rápido que en los varones; este lóbulo es el encargado de la voluntad, la toma de decisiones, el control de las emociones, la responsabilidad, la intención de los actos, la motivación y el deseo de aprender (Amaya & Prado, 2005, p.28). También se debe considerar que la corteza cerebral femenina presenta un patrón de surcos más intenso en el lóbulo temporal que es donde se procesan las emociones (López Moratalla, 2011).

En este sentido, la amígdala cerebral que es quien interviene en el aprendizaje emocional y la inteligencia social y se implica en la formación de la memoria emocional, se activa en mayor medida en su lado izquierdo en el caso de las mujeres, ello contribuye a que las mujeres recuerden con mayor intensidad los acontecimientos, y que sean más vulnerables a situaciones de conflicto interpersonal (López Moratalla, 2011), si no se encauza adecuadamente esta tendencia.

Así la estrategia femenina permite una mayor participación de la emoción en los procesos cognitivos, esta es la razón por lo que se dice que las mujeres tienen un “cerebro más afectivo”. Ello le da una mayor inclinación hacia la capacidad de empatizar con otras personas. A este respecto Amaya & Prado (2005) señalan que “el cerebro femenino está diseñado para* ser alimentado con afecto y aceptación, en donde las amistades y las relaciones interpersonales desempeñan un papel esencial para su crecimiento, tanto a nivel personal como social” (p.99).

Esto se ve reflejado por ejemplo en el lenguaje, así cuando la mujer habla exterioriza sentimientos, tiende a asociar eventos por ello requiere de mayor cantidad de palabras y su cerebro femenino responde más significativamente a las palabras; en tanto que el varón al hablar expresa pensamientos, requiere de menor cantidad de palabras y su cerebro responde mejor a las acciones (Amaya & Prado, 2005, p.38-40). La mujer tiene la tendencia de querer comunicar sus sentimientos sumados a los pensamientos que posee.

El desarrollo del lóbulo temporal en la mujer le permite también tener agudeza en la percepción auditiva, percibe mejor los tonos, ruidos y palabras. En lo referente a su lóbulo occipital, Amaya & Prado siguen refiriendo que la capacidad de visión de la mujer presenta una visión holística y global, por lo que puede enfocar su atención en un conjunto de cosas a la vez (p.66). Así la mujer tiene tendencia a darle importancia a los pequeños detalles que ve al mirar un sinfín de cosas al mismo tiempo.

De todo ello, los referidos autores concluyen señalando que en las mujeres: su biología las predispone a ser más emocionales, empáticas, comunicativas y sensibles ante las conductas afectivas de los demás (…) Las mujeres tienen mayor capacidad para identificar los sentimientos de las otras personas. Tienen la capacidad de diferenciar las distintas expresiones faciales y relacionarlas con las emociones. (Amaya &Prado, 2005, p. 110-111)

De esta manera se puede ver que la naturaleza biológica de la mujer expresa rasgos del ser de la mujer que la abren hacia las relaciones interpersonales con gran riqueza, hay una base que le permite el desarrollo de su capacidad de apertura y acogida del ser personal con el que entra en relación.

Conviene también destacar que no se habla de que existan valores propios de la mujer en exclusividad frente al varón o viceversa, más aún si se quieren colocar en superioridad de uno frente a otro, lo que se halla son perspectivas y enfoques complementarios de la realidad. Siguiendo a Castilla, Aparisi refiere que para la mujer el mundo se le presenta como el mundo de personas, lo que le lleva a la cercanía de la vida humana (Aparisi, 2016, p.173).

El ser femenino como acogida y donación

En continuación con lo anterior vamos a entrar ahora en la interioridad del ser femenino para ver cómo se despliega lo que es propio de su ser personal y que su biología predispone o hace más asequible de desarrollar.

Partamos de la consideración que la interioridad femenina tiene como base el corazón, así “la fuerza de la mujer reside en la vida de su corazón” (Gallardo, 2016, p.104), con ello no se quiere decir que en la mujer los sentimientos tengan una fuerza determinante absoluta, sino más bien hace referencia a que en “el corazón el alma se enfrenta interiormente con lo que recibe y brinda una respuesta afectiva, se com-padece, es capaz de sentir-con la otra persona, en un encuentro y diálogo desde el interior. Por eso, la mujer es tan apta para acompañar al ser humano” (Gallardo, 2016, p.105).

Para la mujer la realidad externa irrumpe en su interior, por ello la interioridad es muy importante para la mujer. Pero la afectación interior del ser femenino ante la realidad no se queda en mero sentimiento, sino que conlleva a una respuesta volitiva que se traduce en obras exteriores.

Como toda persona la mujer es un ser relacional, mas su modo de hacerlo es diferente al del varón; ambos se distinguen en la relación mutua original. Así nos lo presenta López Moratalla (2011) al señalar que “la masculinidad es signo del que da para recibir o ama y es amado: desde sí mismo. La feminidad es signo de la que recibe para dar y es amada y ama: en sí misma”. La apertura en la relación es lo que los diferencia, ya sea en cuanto entra en relación con el mundo circundante o con la otra persona. Para esta autora, además, esta diferencia pone de manifiesto la diferencia corporal y la relación con la vida naciente ya que es la mujer quien acoge en sí misma la nueva vida y la custodia dentro de sí.

La mujer posee una mayor capacidad de entrega, en cuanto acoge internamente a la persona. La donación supone una acogida, es decir, una receptividad no pasiva sino más bien libremente consentida con la totalidad del ser personal femenino.

A este respecto nos señala Gallardo (2016, p.112) que no hemos de considerar sólo la ayuda que la mujer da, sino también lo que ella puede acoger en su alma al entregarse, pues esto es lo que se experimenta como un enriquecimiento del propio ser. De esta manera al entregarse la mujer aumenta en su propio ser. Al respecto san Juan Pablo II señalaría en este sentido que la mujer no puede encontrarse así misma sino dando amor (Juan Pablo II, 1988, n. 44).

La entrega que realiza la mujer en sus acciones y trabajos que ella hace como un don de sí, protege a la persona de no desaparecer detrás de la actividad; por ello la mujer teniendo esta consideración, libra al hombre del peligro de limitar su valor personal a su mera capacidad de obrar (Gallardo, 2017), evitando que cuando ya no la posea o la vea limitada corra el peligro de menospreciar al hombre mismo. Las consecuencias de solo considerar la persona en tanto su obrar, lo podemos ver cuando algunos concluyen que los hombres en estado vegetativo, por ejemplo, ya no son personas por lo que podrían no existir sin mayor problema.

La mujer es madre y vela por la persona en su integridad

Esta entrega se refleja de un modo especial en la mujer, pues en el ser más profundo de ella se arraiga la maternidad, pero hay que entender aquí que ésta “se trata de la capacidad de entrega y compromiso con la vida de otros, que puede realizarse de múltiples formas, entre ellas la maternidad física” (Gallardo, 2016, p.112). Por lo que cuando hablamos de maternidad en la mujer no se limita sólo a la capacidad biológica de ser madres, sino que más bien ella está reflejando la capacidad interna más profunda que encierra toda mujer de acoger y dar vida a otros seres.

En la relación con los demás y con el mundo que le rodea la mujer expresa esa maternidad en la especial preocupación por lo personal-vital y la totalidad de la persona, que le permite poder cuidar y promover la vida para poder estar al servicio de la misma. La mujer se interesa por la persona en su integridad y singularidad, quiere ayudar a que la persona se desarrolle y llegue a ser lo que está llamada a ser, se vale para ello del conocimiento más intuitivo y práctico que posee (Gallardo, 2016, p. 114-115). Stubbemann (2016, p.192) refiere que este interés por lo personal-vital está asociado a que la mujer se emplea con toda su persona para el desarrollo integral de la persona.

San Juan Pablo II, también, lo señalaba así: “Ella, quizás más aún que el varón, ve al hombre, porque lo ve con el corazón. (…) Lo ve en su grandeza y en sus límites, y trata de acercarse a él y serle de ayuda” (Juan Pablo II, 1995, n. 12). Y será en esta capacidad maternal donde se encuentre la fortaleza femenina que puede llevar hasta el sacrificio.

En este sentido Burggraft (2011) señala que la maternidad indica proximidad a las personas, realismo, una intuición, una sensibilidad frente a las necesidades psíquicas de los otros, pero junto con ello requiere una gran fuerza interior. La apertura y acogida femenina en sí misma de la persona con la que se relaciona encierra también cierta vulnerabilidad, por ello la mujer requiere fortaleza interior que la hace capaz de superarla para dar lo mejor de sí y buscar lo mejor del otro, pero ello no es una acción de puro voluntarismo, sino que necesita de un sustrato mayor que es el amor.

Edith Stein, filósofa del siglo XX, desarrolló una serie de consideraciones acerca de la esencia femenina con relación a su especificidad propia y nos refiere que:

en la mujer vive una tendencia natural al todo y a lo acabado, y esto nuevamente en una doble dirección: ella desearía alcanzar la condición de ser humano total, convertirse en un ser humano desarrollado en plenitud y también quisiera ayudar a los otros a serlo y, en todo caso, allí donde tiene que tratar con personas, mostrarse como persona entera. (Stein, 2005, p.75)

Gallardo, por su parte, sigue señalando que por su capacidad maternal “la mujer está llamada a acoger, cuidar y promover la vida de las personas concretas, física y espiritualmente. Y esto la dispone para una atención a la persona del otro en su totalidad, por un lado, y en su concreción o particularidad existencial, por otro” (Gallardo, 2016, p.116).

Se podría afirmar con Jiménez (2015, p.20) que el genio femenino radica en la maternidad que conlleva la habilidad especial de la mujer de cuidar de la humanidad. Ella cuida mejor del propio hombre; no se queda en las cosas, va más allá y ve lo esencial: cuidar al hombre en sí mismo. Y siguiendo a Stein se puede decir que “la doble función de la mujer de compañera y madre no está limitada a los confines de la relación esponsal y materna, sino que se extiende a todos los seres humanos que entran en el entorno de la mujer” (Stein, 2005, p.200).

Ahora bien, la maternidad es parte esencial del ser femenino, no es algo añadido a lo que se pueda renunciar voluntariamente sin más; es una exigencia antropológica basada en su vocación originaria y la ayuda al desarrollo pleno. La mujer se realiza en cuanto es madre, la maternidad no es un obstáculo o una carga para la mujer, como en la actualidad se quiere hacer creer. Ser madre –y no nos estamos refiriendo sólo a la maternidad biológica- es para la mujer el cauce más genuino de su entrega y de su encuentro consigo misma (Stubbemann, 2016, p. 193).

Apertura a la trascendencia

Este cuidado del hombre en su totalidad que responde a la forma propia del ser femenino la coloca en un lugar privilegiado para poder abrirse a la trascendencia, al dato revelado que enriquece lo ya conocido por la razón natural y que la conduce a lo más profundo del mismo hombre llevándola al encuentro con su Creador.

Líneas arriba se señalaba que la base para que la mujer encuentre la fortaleza interior que le conlleve a la donación y apertura es el amor, este amor es participación del Amor absoluto que es Dios, de él surge como vestigio de su acción amorosa en cada persona y hacia Él se dirige como fin último.

Si como ya hemos señalado a la mujer se le confía el hombre en cuanto tal, ella está llamada a descubrir la profundidad de cada ser humano, que sólo se entiende en toda su expresión cuando se le reconoce en él la imagen de Dios. Así la mujer requiere de su fe como disposición a la gracia para poder aclarar la sola percepción natural y le permita ver en el hombre el sacramento de Dios, siendo el único ser que es amado por sí mismo. Solo a la luz de esta dimensión de fe puede cuidar verdaderamente del hombre. Si se abre a la gracia podrá percibir la verdad del hombre y con ello defender y cuidar de su auténtica dignidad (Stubbemann, 2016, p. 195).

Cuando la mujer actúa, lo hace en consonancia con la entrega de sí misma; al acoger el don del ser hombre ella misma se hace don para otros y de esta manera se hace un mayor reflejo del Creador para las creaturas, librando al hombre del peligro de quedarse en las acciones por sí mismas que es en definitiva encerrarse sólo en el propio hombre. En este sentido Gallardo dice “sólo se salva el valor incondicionado de la persona por medio de la existencia de quien, a ojos de la lógica del hacer, de la tiranía de lo útil, afirma la supremacía del amor por encima de la necesidad o eficacia” (Gallardo, 2017).

Esta esencia femenina favorece que la mujer se presente como compañera de todo ser humano en su proceso de desarrollo, pero más aún en los momentos en que el hombre se enfrenta a los más grandes misterios de la vida humana como es el sufrimiento. A este respecto Burggraft (2011) señala que debido a que la mujer puede pensar, sentir y planear de manera más holística; permite que pueden mostrarse más constantes y capaces de apoyar a las personas que les rodean.

La mujer posee una fortaleza peculiar para poder llevar a cabo su misión como compañera y cuidadora de la vida, Granados (2016) desde una lectura bíblica destaca que la fortaleza femenina lo es cuanto teje relaciones, la mujer es relacional y envolvente, ella es el centro que mantiene acordados los vínculos; además la fortaleza de la mujer es sabiduría, en tanto que ella cuenta con la astucia que se abre a la acción de Dios en sí misma y en los acontecimientos. Sumado a ello hay que reconocer que la mujer es fuerte también para la acción, aunque muchas veces la acción femenina se despliega en la cotidianidad y el silencio, sin llamamientos aparatosos ni espectaculares, lo valioso de esta acción no está en que se le concedan mayor reconocimiento público sino en el sentido que encierra en sí misma al ser producto de la donación personal de la mujer.

La mujer compañer a en el dolor

A lo largo del texto hemos visto como a la mujer se le ha confiado el hombre, siendo puesta como guardiana de la persona humana en su integridad, por ello está llamada a desarrollar en sí las categorías personales orientándolas hacia su plenitud en primer lugar. Por eso una mujer debe ser totalmente persona para poder acoger al otro como ser personal también. De ahí la importancia de la formación de la mujer, pues tiene una misión clave para el desarrollo del ser humano.

Su misión, en este sentido toma más relevancia en tanto el hombre se vea más limitado por su fragilidad y debilidad. Por ello la experiencia del dolor es el momento donde la mujer aparece como una luz que permite difuminar la verdad del hombre mismo; ella que es acogedora de vida, se presenta como compañera de todo hombre en esta experiencia para poder abrirlo a dimensiones profundas que le ayuden a superar la crisis que afronta ante el dolor.

El dolor y sufrimiento se presentan como connaturales a la existencia humana, surgirán en la vida de un modo u otro. Puede ser un sufrimiento físico que se presenta en cualquier forma cuando duele el cuerpo (por ejemplo: la enfermedad) o un sufrimiento moral cuando el dolor se anida en al alma (Juan Pablo II, 1984, n.5).

En este sentido el sufrimiento es universal porque aparece en la vida de todos los hombres. A su vez abarca a la persona entera, el sufrimiento real afecta todo el ser, supone un pare o un replanteamiento no sólo de cosas externas a la persona, sino que encierra un dinamismo que llega hasta la interioridad de la persona.

Orellana (2001) considera que el dolor experimentado es como una atalaya, como “«la torre de nuestro descubrimiento», la que nos ha permitido divisar y nos revela, con una perspectiva diferente, nuevos aspectos de la verdad que anida en nuestro interior y en el entorno ajeno” (p.35).

Para esta autora el dolor no sólo debe verse como un hecho dramático o fatídico, sino que la persona que sufre debe abrirse al reconocimiento de la pedagogía inherente al dolor (Orellana, 2001, p. 40-41).

La experiencia del dolor coloca al hombre en uno de sus límites, se evidencia la imposibilidad de resolver todas las situaciones, se experimenta la impotencia propia de ser humano. Esta realidad hace caer en cuenta que las personas son seres relacionales, necesitadas de los demás, de otro que ayude, que acompañe, que incluso en determinados momentos soporte nuestro dolor con nosotros.

Si encontrar el sentido y aprender del dolor resulta difícil, lo es en mayor medida cuando se intenta recorrer solo el camino. El misterio de dolor humano nos abre a la apertura y relación de las personas.

San Juan Pablo II al hablar del sufrimiento humano, entiende que se hace necesario que los hombres se hagan “buenos samaritanos” del prójimo que sufre, con una “determinada disposición interior del corazón, que tiene también su expresión emotiva. Buen samaritano es todo hombre sensible al sufrimiento ajeno, el hombre que se conmueve ante la desgracia del prójimo” (Juan Pablo II, 1984, n.28).

La mujer desde sus peculiaridades como persona femenina se presenta como “el buen samaritano” frente a todo hombre. Debido a su capacidad más holística la mujer acoge a la persona en su integridad por lo que comprende que es la persona en cuanto tal la que sufre y que es a toda ella a quien acompaña, puede percibir la totalidad del ser que se ve afectado. Además, su mayor tendencia a desarrollar la capacidad comunicativa le permite dar un paso adelante en mira a la empatía frente a la persona que sufre.

Con ello no quiere decir que siempre esté hablando, pues en ocasiones cuando se acompaña un dolor las palabras sobran y simplemente el estar es un lenguaje callado que dice mucho más que muchas horas de palabras. Se suma a ello que posea un “cerebro más afectivo”, pues afianza la relación personal con el que sufre y comunica sus afectos, así como le permite acoger los sentimientos de la persona sufriente.

También en ella su disposición para poder ver holísticamente y a la vez fijarse en los pequeños detalles, hace que pueda percibir los pequeños signos que a veces incluso no llegan a ser expresados verbalmente por la otra persona. Esto es clave cuando se acompaña a una persona que sufre pues en determinados momentos sea por el miedo, la frustración o el propio dolor la persona tiende a retraerse y ensimismarse, por lo que necesita que siendo comprendido se le ayude a salir de sí y ver el mundo y las personas que le rodean.

La entrega femenina en este acompañamiento hace que la persona sufriente pueda notar la grandeza de ser humano, puesto que la esencia femenina la hace valorar a la persona en sí misma fuera de las condiciones por las que pueda estar atravesando, que no disminuyen su valor, sino que incluso se podría decir que aumentan su dignidad en el sentido de que muestra su ser personal para ser acogido. La mujer como madre siempre está llamada por su vocación natural a acoger la vida, a resguardarla y procurarla, por ello es quien mejor puede entender que desde su concepción hasta su muerte natural la vida humana merece ser acogida y vivida.

La mujer acoge al que sufre desde la donación de su propio ser, ella es amada para amar, por eso se da sin medida ante el que sufre dejando relucir la capacidad del amor desinteresado, que brota en el corazón y en las obras. En este sentido se puede entender que San Juan Pablo II afirme que el sufrimiento está también presente para irradiar el amor al hombre, precisamente ese desinteresado don del propio “yo” en favor de los demás hombres, de los hombres que sufren (Juan Pablo II, 1984, n.29).

Como recibe la vida de cada persona como un don y esto le permite darse como donación al otro, la mujer se presenta también ante el que sufre como ayuda para poder ahondar en el misterio del sufrimiento y trascender. La actitud religiosa de la mujer es un camino que puede conducir a la persona al encuentro con Dios. El amor hecho donación de la mujer cuando acompaña se hace reflejo del amor infinito de Dios que cuida de su criatura aún en las circunstancias más dolorosas de la vida.

La mujer desde su propia entrega puede conducir al hombre a considerar que la realidad de su ser no se agota en la vida terrena, sino que se abre hacia una eternidad. Ello es clave en la vivencia del dolor pues “el dolor parece pertenecer a la trascendencia del hombre; es uno de esos puntos en los que el hombre está en cierto sentido «destinado» a superarse a sí mismo, y de manera misteriosa es llamado a hacerlo” (Juan Pablo II, 1984, n.2).

De esta manera se entiende que el sufrimiento no es un fin en sí mismo, que el ser humano debe sobrellevar de manera estoica, pues esto no permitiría ahondar en la verdad del amor que redime; más bien el dolor se presenta como prueba que acrisola el amor siempre que se abre a la configuración con Cristo quien padeció por nosotros en la cruz, dándonos un amor que saca el bien por medio del sufrimiento. De esta manera nuestro dolor participa de Su dolor y se hace corredentor, allí se presenta en su verdadera dimensión. Para poder entender este argumento San Juan Pablo II hace la siguiente reflexión:

Cristo nos hace entrar en el misterio (del sufrimiento) y nos hace descubrir el «por qué» del sufrimiento, en cuanto somos capaces de comprender la sublimidad del amor divino. Para hallar el sentido profundo del sufrimiento (…) hay que acoger la luz de la Revelación, no sólo en cuanto expresa el orden trascendente de la justicia, sino en cuanto ilumina este orden con el Amor como fuente definitiva de todo lo que existe. El Amor es también la fuente más plena de la respuesta a la pregunta sobre el sufrimiento. Esta pregunta ha sido dada por Dios al hombre en la cruz de Jesucristo. (Juan Pablo II, 1984, n.13)

Cuando el hombre se abre a esta dimensión trascendente del sufrimiento entonces puede hallar su sentido en él.

Conclusiones

  1. De acuerdo con los aspectos considerados, podemos afirmar que la mujer se presenta como compañera del hombre ante el sufrimiento y el dolor abarcando el ser personal del que sufre, valorándolo en su integridad como persona y ayudando a que otros descubran esa mirada profunda. A ella se le ha encomendado el cuidado del hombre, más aún en las horas de sufrimiento, pues su amor de donación traspasa lo meramente humano haciéndolo reflejo del amor de Dios en el que encuentra su fuente; pero con ello no se pretende colocar a la mujer por encima del varón a modo de contraposición.
  2. Recordemos que es la persona quien se encuentra llamada al Amor, y esta se presenta en sus dos modos de ser: femenino y masculino, los cuales están llamados a una complementariedad; manteniendo su diferencia son llamados a la unidad.
  3. Lo femenino aporta su especial riqueza a la visión de la realidad sufriente, permite ver el lado de acogida, de ternura, de donación, de “hogar”; este especial aporte es la misión de la mujer en la sociedad: impregnar su toque delicado a las realidades que necesitan ser humanizadas, sobre todo en una sociedad como la nuestra en la que el progreso y la técnica han hecho creer al ser humano que es un ser todo poderoso e independiente absoluto, por lo que no percibe ni puede apreciar la limitación a la que lo enfrenta las experiencias de sufrimiento. El hombre tiene el peligro de quedar volcado en las obras exteriores del hacer y el tener, dejando vacío su ser; por ello el genio femenino le hace posible poder volcarse nuevamente hacia su interioridad propia de persona que es amada por sí misma, se hace compañera de toda persona en este camino, acogiendo al otro en sí misma, compadeciendo con el otro, siendo madre y saliendo al encuentro de toda la persona y de toda persona.

Referencias b ibliogr á f icas

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